Esa mañana mi hermana Clara me llamó para pedirme que la acompañara  a limpiar la casa de la tía Nélida.  Hubiera querido tener alguna excusa para no ir. No me molestaba ir a ayudar, más si la pobre vieja lo necesitaba,  pero  al entrar en ese caserón oscuro y enorme, sentía la boca seca y el corazón que intentaba escaparse.  No se debía solamente al perturbador sosiego, también al agobio de esa recargada colección de fotografías familiares,  esos momentos atrapados con miradas fijas y sonrisas por pedido, que nos observaban desde todos los muebles de la casa. Además estaba Nélida , encerrada en su silencio inexplicable , se movía en forma sigilosa, como si temiera despertar a alguien.

Clara me esperaba en la vereda,  para entrar juntas. La madera de la puerta  estaba hinchada, así que tuvimos que empujarla para abrirla. Atravesamos la galería  llena de hojas secas, con pisadas crujientes entramos en el comedor.

Nélida estaba sentada en un sillón junto al ventanal, con las piernas abrigadas con una frazada de lanilla verde oscuro. Estaba diferente a la última vez que vinimos. Mucho más flaca y arrugada, su cara mostró la satisfacción de vernos mezclada con una temerosa incomodidad.

—¿ Cómo estás, tía? — preguntamos a coro, mientras yo prendía todas las lámparas de la habitación.

— Como siempre— dijo con esa voz apenas audible. Miró inquieta cómo las luces encendían los colores de la sala. Giró su cabeza para mirar por la ventana, dando por terminada la conversación.

Mi hermana fue a limpiar la cocina y yo, al dormitorio. Corrí las cortinas para que entrara luz y puse música, con el volumen bien alto. Cambié las sábanas. Bailaba y cantaba mientras  sacudía las alfombras tejidas al crochet de los  costados de la cama.

Me sobresalté al ver a la tía parada en el pasillo, con la vista fija en la pared. Me miró. Tenía los ojos abiertos como platos y con un dedo apoyado en sus labios me suplicaba silencio. Saqué la música. Me asomé y la vi irse sin hacer ruido, como si no tocara el piso al caminar. Me quedé pensando en ese sentimiento de mal augurio, de algo impronunciable que transmitía Nélida. ¿A qué o a quién le temía? ¿ Qué callaba?

Un olor invasivo, tan dulce que me provocó náuseas, venía desde el  corredor y se desparramaba por todos los rincones del dormitorio. Me acerqué, pero no pude descubrir de dónde venía. Abrí las ventanas y tiré un poco de perfume  para suavizar ese hedor penetrante. Estaba decidida a terminar la limpieza  lo antes posible. Sentí un escalofrío.

En puntas de pie, me acerqué a la cómoda para limpiarla. Me detuve a mirar los portarretratos. Eran muchos, demasiados. Mezclados entre el juego de tocador ocupaban casi todo el mueble.

El primero que agarré fue el de mi comunión. Estaba en el centro, en un marco dorado. Recordé haber posado para la foto con mi hermano Oscar, con las piernas cruzadas, en el suelo. Papá y mamá, a cada lado de la silla donde estaba yo. Detrás, con Clara de la mano y mirando fijo a la cámara, la tía Nélida. La familia completa.

Lo apoyé sobre la cama y saqué el resto, con cuidado, para poder lustrar la cómoda. A medida que los dejaba revivían mentalmente cada instante enmarcado. Cuando terminé, me senté en la alfombra para limpiarlos. Estaban cubiertos de polvo pero algo me llamó la atención. No me había dado cuenta que algunos estaban tapados, por una sustancia pastosa, oscura, una especie de hollín. Agarré el de mi comunión. Lo froté con un trapo y con mucha dificultad pude limpiarlo. Allí estábamos con Clara, mis padres y Nélida. Tuve una sensación extraña. Intuí que la imagen estaba incompleta. Faltaba alguien en la foto, pero no podía recordar quién. Refregué con fuerza  el resto de los portarretratos. Alguien de la familia no estaba. Me acerqué a la cocina y le consulté a Clara.

— Recién vi la foto de mi comunión. ¿Te acordás?

—Claro que me acuerdo. La tía tenía cara de haber visto un fantasma — se rió.

— ¿Quiénes estábamos?

— Todos. Papá, mamá, Nélida, vos y yo.

— Había alguien más. Pero no me doy cuenta quien.

—Y,  fijate en la foto.

— Me fijé y  falta alguien—  dije angustiada—  la foto estaba cubierta de una pasta negra como el hollín.  Y en la pieza hay un olor raro, dulce, horrible.

— Lo que pasa es que te querés ir de acá. La casa está sucia y con olor. Hace mucho que nadie limpia. No es lógico lo que decís. Pensá un poco. Decís que falta alguien en la foto pero no sabés quién y yo tampoco. Tal vez ese alguien no exista.

—  Acompañame y mirá si no me crees.  Te muestro la foto y vas a ver lo que te digo.

—¡ Traela! Quiero terminar de una buena vez para irme de acá.

Me fui rápido a buscarla. Cuando pasé por el comedor vi a la tía apagando las luces. Le quise preguntar, pero era mejor buscar la foto.

Cuando subí la escalera, el hedor cubría también el pasillo. Aguantando la respiración me acerqué a la cama. Otra vez el hollín pastoso. Parecía crecer sobre los vidrios de los portarretratos. Tomé la foto de mi comunión y la froté con fuerza, esta vez fue más difícil. Se desparramaba a medida que le pasaba el trapo. En la foto estábamos Clara Nélida y yo, ¿faltaba más gente?

Bajé corriendo la escalera, mientras refregaba el retrato. Esa pasta negra se movía sobre el vidrio.  Entré corriendo a la cocina. ¿ A quién buscaba? ¿qué iba a mostrar? ¿ qué hacía con esa foto de Nélida y yo ahí?

El olor dulce ya ocupaba casi toda la casa. Paralizada, sentí que me tocaban el hombro. Giré y vi a la tía. Pálida. Con los ojos muy abiertos. Me quitó el retrato de las manos. Lo miré. El hollín la estaba tapando.  Señaló la puerta y, por  primera vez, la escuché hablar con claridad.

— Por favor. Andate mientras puedas.


Rosana Domínguez (Buenos Aires, Argentina). Escritora, narradora oral, mediadora de lectura comunitaria y docente. Estudia dramaturgia en la Universidad de Alte. Brown.