Sabía bien que Úrsula no podría estar más tiempo aquí. Ella moriría más tarde.

Tengo media hora de conocerla. Llegué aquí sin querer, invitado por un par de personas –un joven y una mujer que no superaba los treinta años— que me encontré en la calle. Estaban a fuera de la casa, fumando. Uno de ellos me preguntó si quería pasar a ver a Úrsula, así, sin más. Yo dije que sí. No tenía idea de quién era Úrsula. Ahora lo sé, es una mujer mayor que está recostada sobre una cama, en su habitación, con el rostro pacífico, quieto, en descanso. Cuando entré le dije hola, quedito. “Hola, Úrsula, no te conozco, ni tú a mí, pero eso no importa, ¿cierto?”. Me senté frente a ella en la única silla que había en el cuarto. Le platiqué de mis sueños. “Úrsula, yo sueño mucho, demasiado, no hay noche en que no recuerde lo que soñé, ¿tú sueñas?”. Sobre la mesa en la que solo estaba una lámpara, un vaso y una jarra de agua, dejé mi libreta en la que escribo historias que me van ocurriendo. Situaciones indeterminadas, incluso hasta vacías o sosas, en ocasiones. Me tomé la libertad de servirme un vaso de agua —a Úrsula no pareció incomodarle—. “A veces pienso que es mejor estar así, como usted, digo, no muriendo, sino descansando. Vea a los gatos, comen, duermen, duermen, comen. ¿Tiene gatos? Yo tuve uno, de pequeño, un buen día desapareció, se me perdió de pronto entre los juguetes y mi alergia”. Se acercó Olga, la mujer que se encarga de cuidar a doña Úrsula, y dice que ya se va, que su trabajo ha terminado. No puede hacer más por Úrsula, dice. Me preguntó si podía pagarle el dinero de la semana que trabajó. Sí puedo le contesté. Busqué unos billetes en mi bolsillo y se los di. Realmente no tenía idea si había trabajado el tiempo que dijo, pero bueno, yo soy muy de vibrar a la gente y creo que no mentía. Se fue. El otro muchacho, el que me invitó a pasar, seguía fumando, ahora estaba sentado en la banqueta frente a la casa, lo vi por la ventana mientras espiaba los pasos de la enfermera que se me perdió de vista.

Caminé por la casa. Parecía tener muchos años. Las paredes un tanto deslavadas. La madera de las puertas crujía de cuando en cuando, sí, eso me pareció en el tiempo en el que estuve en esa casa. Las cortinas tenían algo de polvo, no demasiado, no lo suficiente como para provocarme un estornudo. El lugar estaba abandonándose voluntariamente.

Volví a la habitación de Úrsula y le hablé de cuando me fui de viaje, “a la playa, llegué de noche, me recosté sobre la arena y me quedé dormido. Me ganó el cansancio y el rumor de las olas. Cuando desperté amanecía. Conseguí un cuarto que compartí con ocho personas más. No me pregunte qué hacía ahí. No recuerdo. Eso fue hace mucho tiempo. A veces no hay que llegar a ningún lado, solamente va uno y se pierde entre tanta tierra”.

Úrsula tuvo un hijo y un nieto. Lo deduzco por la fotografía que encontré debajo de su almohada. Sí, soy muy curioso. Pero tampoco le falté al respeto; es decir, la foto estaba asomada, no es que yo estuviera esculcándola para encontrar algo. No soy un ladrón, nunca lo fui. En la foto se ve a un hombre y a un niño de no más de diez años rodeando con sus brazos a la abuela. “Úrsula, ves, puedes irte en paz. Fuiste amada” le dije al tiempo que sostenía la fotografía. ¿Dónde están ahora? ¿Por qué no vienen a despedirte, Úrsula? Uno necesita ver una cara familiar antes de partir. Si lo sabré yo. Porque mira, de igual forma te irás pero luego uno tiene que estar volviendo a cada rato para ver si de casualidad nos encontramos por ahí a la persona que queríamos ver.

Al poco rato –yo leía Las aventuras de Sherlock Holmes que encontré en el desván— entró el adolescente al que le calculé unos catorce o quince años. Y me dijo que debía irse: “lo siento, no puedo esperar más, tengo una cita. Debo irme. No crea que no tengo corazón, es solo que, bueno usted me entiende, ¿no?”. Le pregunté por qué estaba ahí y dijo que él solo era el vecino y que a veces ayudaba a la señora Úrsula. “La pobre señora ha estado sola siempre. Yo le ayudaba a cargar su bolsa de mandado y me pagaba veinte pesos. Doña Úrsula cayó enferma hace un par de meses. Dicen que fue porque se enteró de que su hijo había matado a su esposa e hijo en un ataque. Mi mamá me dijo que los chismes apuntaban a que el señor Alberto era esquizofrénico. Yo no sé. No me crea del todo. Le paso al costo lo que he escuchado. Yo no me metía en la vida de la señora. Alguna vez me platicó doña Úrsula de su hijo, que tenía muchas ganas de verlo y también a su nieto, pero hasta ahí. El señor Alberto tampoco es que la frecuentara mucho, si acaso venía a verla una vez por mes y eso de rápido, lo sé porque él llegaba muy temprano, justo cuando yo iba saliendo de mi casa rumbo a la escuela. En fin, doña Úrsula era muy buena persona. En toda la calle se le quiere mucho, pero ya sabe, de lejos. Sí, vino doña Marina en la mañana a verla, como que a despedirse pero nada más. Yo me sentí triste por ella. No merece irse sola –lo sé, contesté—, por eso cuando lo vi le dije que si quería pasar –no pensé que me haría caso, por lo demás—. Aparte por lo que le digo, que ya no puedo estar más tiempo aquí. Yo ya me despedí de ella”. Acaricié la frente de Úrsula. Tan quieta ella. Apenas respiraba. Le pregunté su nombre, al muchacho: “Tadeo, no me gusta mi nombre, pero ni modo. Tadeo es más un sobrenombre que un nombre, ¿no le parece? Bueno, debo irme. Vendré en la noche. Doña Marina me encargó que le avisara en cuanto doña Úrsula muriera” –la frialdad de los adolescentes a veces me sacude—. Le dije al muchacho que no se preocupara por Úrsula: “se irá conmigo”. No sé si Tadeo me entendió o no lo último que le dije o sería por las prisas, el caso es que asintió y se fue casi corriendo.

No tuve que esperar mucho. Al poco tiempo Úrsula abrió los ojos. Se sentó a la orilla de la cama. Me vio directamente a los ojos. Estaba desorientada. Le estiré mi mano con seguridad pero también con un dejo de amabilidad que todos, al fin de cuentas, agradecen. Los muertos tardan un poco en reconocerse. Le dije que no se preocupara.

Mientras Úrsula se cambiaba la bata de dormir que llevaba puesta, pensé que esta forma de seguir siendo me reconfortaba. Nunca sé a quién debo recoger, sólo ocurre, sucede, y yo desde hace mucho tiempo dejé de preocuparme en por qué funciona así.

Úrsula salió de la habitación. El cambio de ropa la rejuveneció. Era una mujer con clase. Ella no podía decirme una sola palabra, aunque sus ojos hablaban. Estaba llena de preguntas. Le ofrecí mi brazo y ambos salimos de la casa. Quise hacer un chiste con la intención de romper el silencio, pero Úrsula no se rio. Nadie se ríe de mis chistes. Ni hablar. Caminamos calle abajo, y entre pasos poco a poco fuimos siendo murmullos.

 

Juan Mireles. Escritor (Estado de México, 1984) y director editor de la revista literaria Monolito. Ha sido publicado en una treintena de revistas y suplementos culturales de Hispanoamérica. Columnista en Ruiz-HealyTimes.com y Revista Biografía (Brasil). Segundo lugar en el II Premio “palabra sobre palabra” de Relato Breve llevado a cabo en España. Es autor de la novela Yo (el otro) Octavio. Ediciones El Viaje (México, 2014). Blog personal: http://wwwjuanmireles.blogspot.mx/