–Actúen naturales–, Meot nos ordenó a Marlon y a mí mientras desfilábamos junto a un par de policías en patrulla. Nos observaban con ojos carroñeros, incapaces de ocultar sus siniestras intenciones. Tan sólo les faltaba una excusa. Con el segundo “actúen naturales” que Meot arrojó al aire, consiguió que uno de los uniformados enfureciera. Mi amigo, por su parte, no se estremeció ni un poquito cuando aquella masa azul y autoritaria fue sobre él.

–¿Por qué esa jeta, Reina? ¿Hace cuánto que no trozo, eh? –Meot incordió al poli mientras se rascaba el paquete– No, ni creas que se te va hacer conmigo, encanto.

Luego de un firme intercambio de miradas, el oficial regresó a la patrulla. El vehículo arrancó y fue engullido por la corriente de luces automovilísticas que fluía a lo largo de la avenida. Mientras tanto, nos adentramos entre calles decrépitas.

–Pinches muertos de hambre –Meot se soltó a maldecir apretando los dientes–, se parten el lomo por migajas para sentir que se tragan un pan al final del día. Nadie los estima de verdad y aun así van por ahí sintiendo que la cascan con todos por su plaquita pendeja.

Ni Marlon ni yo dijimos nada. Nuestras presencias eran invisibles en ese momento.

Meot no odiaba a los polis, sólo odiaba a la Reina, pues le había arrebatado un buen fajo de billetes en las peleas de gallos, y él estaba decidido a cobrarse una de cal por todas las que iban de arena.

La Reina era un don ya entrado en años, grueso como toro y con una doble vida: una de policía y otra de gallero. Quizá tenía una vida triple, pensándolo dos veces, pues cuenta la leyenda que su lado más oscuro, en realidad, era rosa. Mi amigo, por su parte, correoso como cinturón y lleno de feos cráteres faciales, no pasaba de los veinte años. Vivía con su abuelo, don Gregorio. El anciano se encontraba bien acomodado en el negocio de los gallos y Meot aprendió de él todo lo que debía saber al respecto.

Después de atravesar un trecho de callejones, aparecimos frente al local del tío Lázaro: una refaccionaria que de noche operaba en la parte trasera como arena clandestina.

–Llegamos –dijo Meot. La camioneta de don Goyo nos esperaba en la entrada. Marlon y yo bajamos la jaula de Paquito de la parte trasera de la camioneta. Tan pronto desmontamos la gallera, la carcacha del anciano salió disparada del lugar.

Al entrar al local lo primero que vi fue la barriga engrapada del viejo tío Lázaro: un chirriante globo de helio en un cuerpo de perro dispuesto a estallar en cualquier momento. A lado suyo, la Reina y su pareja se tambaleaban de la ebriedad. Meot se les acercó para conversar, en tanto yo me ocupaba de acicalar a Paquito. Se dijeron palabras que no escuché e hicieron gestos que no comprendí. Meot me señaló un par de veces.

Había casa llena. El griterío de voces de ebrios no dejaba ni un hueco de claridad en la atmósfera. Lo anterior, combinado con ese particular aroma a rancho del cual aún me acuerdo, hacía del ambiente algo menos que tolerable para los sentidos. En algún momento perdí a Marlon de vista, cosa que no me importó.

El gallo de la Reina se llamaba Diente porque, según él, “era un gallo con colmillo”, además de su plumaje blanco.

Todos pasaron a sus lugares. El tío Lázaro se paró en medio del ruedo para hacerla de réferi. Minutos antes de que iniciara la pelea, Meot me ordenó buscar a Marlon. Revisé todo el local: entre el público de la gradas; donde las galleras; con los borrachos en un rincón y en otro, pero nada.

Cuando estalló la pelea, me quedé observando desde las gradas cómo los combatientes reñían en la arena: las plumas volaban, la sangre también. Se batían con tal arrojo que bien parecían proyectar el odio contenido de sus respectivos dueños. Por un segundo me imaginé a Meot y a la Reina desplumándose en lugar de sus gallos. Un haz de brillos irisados pintarrajeaba las timoneras de ambas aves al sacudirse por los aires. Las navajas refractaban los breves centelleos que alcanzaban a toquetearlas. La sangre regada nutría el suelo de la tierra, y la que se impregnaba en sus plumas, coagulaba hasta semejarse al alquitrán.

A la velocidad de un parpadeo, Paquito le saltó encima a Diente para ensartarle su espolón, pero falló el pinchazo. Entonces Diente se llevó a Paquito al suelo, y lo navajeó hasta el aburrimiento. La pelea terminó a los tres minutos. La sonrisa de Meot cayó más rápido que las plumas de Paquito, al tiempo que el feo rostro de la Reina se iluminó con un gesto que valía por lo menos los cincuenta mil que acababa de ganar. Al recoger a su gallo, dijo:

–Ya ves, niño, aquí la cosa es como un baile de güilas, uno siempre se encuentra con unos pollotes… pero también hay una que otra pájara fea.

La cara garapiñada de mi amigo se crispó unos segundos, apuntó sus ojos iracundos hacia la Reina, sacó un cuchillo de su pantalón, y le saltó encima con el mismo ímpetu que Paquito al Diente. Meot silenció a su rival tras un par de cuchilladas bien puestas en la yugular. La Reina cayó al suelo tembloroso como una sangrienta gelatina, sin poder hacer nada para evitarlo.

Desearía no recordar lo que pasó esa noche: el gesto doliente de la Reina, la putiza que nos acomodaron los rucos de la refaccionaria, la fuga, y Meot dejándome tirado. El sujeto que me apañó, la pareja de la Reina, era un cabrón chupado y siniestro como la muerte. Le apodan Verdugo. No podía ni mirarlo a los ojos. Él me llevaría de regreso al local del tío Lázaro (según escuché mientras hablaba por celular), pero hubo un radical cambio de planes. La patrulla se detuvo en un callejón sin alumbrado.

–¿A ver, mono, dónde están la plata, tú te la llevaste, verdad?

–¿Qué? Yo no, yo no tengo nada, palabra –me temblaba el pecho de los nervios.

–¿Sí? Pues felicidades. Ahorita vamos a ver si no sabes, mono.

Y de repente, allí estaba el traidor, sentado en la acera de enfrente. No había visto la patrulla. Me siento tonto al recordar mis esfuerzos por convencer al Verdugo de que no sabía quién era ese flaco ensangrentado con la cara rojiza. Me puse en perspectiva: si decía lo que el poli quería que dijera, era libre. Por otro lado, si no admitía algo, podía encerrarme o peor aún, cobrarse lo del dinero y la Reina conmigo. De que me la jugara yo a que se la jugara Meot, mejor que se la jugara Meot ¿no? Así que lo señalé, asentí con la cabeza y listo.

Pude observarlo todo mientras me alejaba: el Verdugo fue tras Meot, lo subió a la patrulla sin que opusiera resistencia, con la indignación de un inocente. Una vez a bordo, el vehículo arrancó en dirección al local del tío Lázaro, y eso fue todo. Durante un par de semanas, en las calles se rumoró que don Goyo había regresado a su pueblo, en cambio, nada se sabía de Meot ni de Marlon que, a decir verdad, me traía sin cuidado.

Pese a que me alejé de los gallos y de los problemas, nada me pudo mantener a salvo del Verdugo. Todo por culpa de Marlon: él se marchó con el dinero; él mandó al Verdugo a mi escondite. Ahora él derriba la puerta. Atraviesa el pasillo. Derriba la otra puerta. Camina hacia mí a paso veloz, cada vez más veloz, cada vez más y más.

Actúa natural, actúa natural…


Ángel Escamilla Martínez (CDMX, 1993). Fósil nivel cuatro de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, escritor por capricho y editor por epifanía. De vez en cuando se avienta unas poesías que están del uno (como dice la chaviza) y unos cuentos que están del dos.