El médico había estado observando los papeles que tenía sobre el escritorio, echándonos un vistazo de vez en cuando solo para cerciorarse de que comprendíamos lo que estaba diciendo. De comprender se encargó mi esposo, yo solo entendí los primeros dos minutos de su diagnóstico. Dijo que las partes del tálamo habían sido levemente dañadas con el golpe en mi cabeza en el momento del accidente, lo que afectó y degeneraría gradualmente mi capacidad visual. Y sintetizándolo mejor ante la petición de mi esposo nos dijo que en un corto pero desconocido plazo de tiempo sufriría pérdida total de la vista. Nos aseguró que podría ocurrir tanto en días como en meses para que los efectos se hicieran presentes.

Esa misma noche pensé cómo había ignorado a mi madre y a mis hijos quienes me esperaban en casa. Les había cerrado la puerta en las narices cuando corrieron preocupados a mis espaldas para preguntarme como estaba. No fue sino hasta el siguiente día cuando mi esposo y yo les explicamos lo que ocurriría.

Temí aterrarlos, pero en un principio no dieron muestra de miedo, más bien parecieron confundidos; quizás era difícil para una niña de siete y un niño de diez digerir algo como esto. Quizás fuera imposible de imaginar para mis hijos cuando aún me veían observándolos, como cualquier otra mamá sana que muy rara vez llegaba a enfermarse.

Difícilmente podía pensar en otra cosa que no fuera el recuerdo del accidente. Ya no tenía esas concurrentes pesadillas como en mi semana en el hospital, ahora era la fatigosa obsesión por saber que había hecho mal y si pude haber hecho algo para prevenir el choque. Sé que no toda la culpa fue mía. En primer lugar, ella no debió haber bebido tanto; somos amigas y la he visto ponerse ebria un par de veces cuando nadie le puso límites a su estúpida diversión. También debió haberse asomado por la ventanilla y no vomitar en el coche que mi esposo y yo acabábamos de sacar de la agencia, eso fue lo que me distrajo. En segundo lugar, el imbécil de su marido fue quien tenía que haber estado ahí con ella; estoy segura que tiene una amante y por eso no contestaba su teléfono cuando los de la fiesta intentaron localizarlo, así que decidieron llamarme a mí. Como buena amiga acepté dejar a mi familia para cruzar doce kilómetros de ciudad cuando ya había oscurecido, pero como buena idiota, quité los ojos de en frente para reclamarle cuando escuché sus arcadas, lo suficiente como para perder el control y salirme de mi carril. Al menos no choqué con el que venía en frente, me decía a mí misma en consuelo, de otra manera ambas hubiéramos muerto. El choque fue contra un poste de luz.

¿Nada de esto me estuviera ocurriendo si no le hubiera dado importancia al desastre que mi amiga hizo en su asiento? Tal vez si le hubiera pedido un Uber, o quizás si hubiera pretendido estar fuera de la ciudad y decirles que no. O si no hubiera respondido la llamada. O mejor aún, si nunca la hubiera conocido a ella.

Pero mi esposo me dijo que ni yo, ni mi amiga, ni el esposo de ella, habíamos tenido la culpa. Y yo me sentí frustrada al no tener a quien reprocharle de mi desgracia.

Me daban celos de que yo estuviera perdiendo la vista cuando había sido mi amiga quien permaneció tres días más que yo en el hospital, con un brazo fracturado y una rodilla rota. A ella le llevaron regalos y casi la trataban como a una reina, en cambio a mí solo me acosaron con preguntas, tanto los del seguro como los agentes de policía. Y ahora, para fastidiarme aún más, ella se recupera y yo padezco esta discapacidad.

Tuve miedo. Un miedo profundo. Miedo de no volver a dar a mis hijos la atención que ellos merecen; de abandonarlos incluso estando ahí presente. Tuve miedo de depender de otras personas y de no volver a ver los rostros de mis seres queridos más que en mis últimos recuerdos con ellos. ¡Yo jamás imaginé llegar a quedarme ciega! Pero, aunque me avergüence admitirlo, tuve más miedo de lo que iba a estar rodeada. De oscuridad.

Desde que tengo memoria siempre le he tenido fobia a eso. Los médicos dicen que se debe a un fuerte estruendo que debí haber escuchado de pequeña estando en un cuarto a oscuras o en plena noche en el exterior. Por eso, al ocultarse el sol, debo estar rodeada de personas, estar haciendo alguna actividad, y mantener las luces interiores del coche encendidas si debo manejar.

Nunca he acompañado a mi familia al cine, tampoco a acampar. Ahora ellos no me acompañarán a este vacío de luz en donde seré prisionera por el resto de mi vida. ¡No sé si lo podré soportar!

Fue un par de semanas después que las sombras aparecieron en mis ojos, extendiéndose de un día para otro como la tela de una araña que estuvieran cociendo delante de mí; de simples escenas opacas a imágenes difuminadas que incluso me costaba adivinar si eran objetos o personas. Sin darme cuenta había pasado de entrecerrar los ojos para distinguir las cosas a distancia a extender mis brazos para no tropezar en mí andar. Sí, fue gradual como dijo el médico Y no me arranqué el cabello en un ataque de pánico a causa de mi fobia pues, ahora que mis ojos han dejado de funcionar, es el recuerdo de la luz y el mundo que se me mostraba lo que crean las constantes imágenes en mi cerebro. A veces lloro, pero ella no me ha vuelto a estrujar, esa fobia que, a falta de luz percibida por mi cerebro, ahora también carece de su antítesis; los colores, personas y lugares no dejan de moverse en mi cabeza, fluyendo en mí gracias a las voces, los aromas, los sabores y el ruido del exterior.

Lo que más me reconforta son las palabras o exclamaciones de mis hijos. Oírlos hablar era una bendición que nunca antes había apreciado.

Cuatro meses transcurridos desde la perdida de mi vista y aun no me había acostumbrado del todo. Apenas había aceptado salir a la calle con mi familia para algo más que solo ir al hospital, y también me había animado a estudiar braille, cuando una nueva molestia apareció de pronto. Al principio era como si algo me estuviera zumbando ligeramente en los oídos, luego como si eso que zumbaba hubiera crecido hasta taponear mis orificios. Intenté de todo, como bostezar, usar gomas de mascar y hasta resoplar con la nariz cubierta para despejar mis oídos, justo como hace mí esposo al viajar en avión. Todo por horas, pero nada funcionó. Cuando fuimos al médico me hicieron varias pruebas; yo solo me dejé llevar pues, apenas y lograba distinguir las diferentes voces, como producidas desde otro cuarto, todas como murmullos al otro lado de una delgada pared, a pesar de venir de los audífonos que tenía puestos en las orejas. Esa misma noche, al regresar a casa, ese muro imaginario había aumentado su grosor, endureciéndose hasta el punto de no oír más que el puro silencio en mi cabeza.

Había dejado de oír sus cálidas voces, por lo que ahora empezaba sentir la helada y larga caricia del terror.

No quería que me dejaran sola, o al menos eso sentía cada vez que uno de ellos separaba sus manos de mí. Quería estar cerca de mis hijos, de mi madre y de mi esposo; llenarme de su aroma y pasar mis palmas sobre sus hombros y rostro hasta abrigarme de nuevo de su esencia y así poder soportar el frio que vendría con su larga ausencia. Y es que había perdido la noción del tiempo, solo cuando sentía hambre o ganas de ir al baño volvía a ubicarme en el espacio y hacia lo que podía para hacerme entender. Me dieron una campanita para avisar cuando necesitaba algo, y no sé a los cuantos días dejé de acariciarle la mano a mi hijo, quien probablemente no soportaría esta nueva versión de mí. Distinguía las manitas de mi hija, la gruesa piel de mi madre y los suaves vellos de mi esposo. Sabia cuando era hora de comer y cuando llegaban mis pequeños de la escuela; la combinación de su típico olor a sudor con el de lavanda de sus uniformes dibujabas sus tiernos rostros en mí.

Pero la costumbre no sana del todo las heridas, a veces quedan terribles cicatrices, esas que me hacían llorar cuando recordaba mi empleo. Un día fui profesora de música, y no hace mucho había prometido a mis alumnos que regresaría a darles clase sin importar la condición en la que estuviera; les había prometido aprender a leer con mis dedos para demostrarles que con perseverancia se lograba cualquier cosa, por más difícil que pareciera, pero claro, jamás pensé en la posibilidad de no volver a oír la música de Bach y John Williams que tanto me habían enamorado por mi carrera.

Viví casi tres meses en ese estado, hasta que las cosas empeoraron.

Fue la mañana más gris de mi existencia, cuando no recibí ningún olor ni sabor por parte de esa bebida caliente que mi esposo o mi madre había puesto en mis manos. Por la costumbre había esperado que fuera café, pero el insípido liquido me hizo creer que quizás la cafetera se había averiado. Más tarde me sentí perdida; no percibía los líquidos de limpieza que mi madre usaba al trapear la casa, tampoco el detergente que se usaba en el cuarto de lavado ni el regreso a casa de mis hijos. Me sorprendieron las manos de alguien cuando me llevaron hasta la mesa y comenzaron a acercar a mis labios lo que adiviné era comida. Le faltaba sal, o condimentos, o quizás el médico me había prohibido que comiera los alimentos de siempre y ahora me daban de esa extraña masa que dan a los enfermos ¡Pero la textura era familiar! Pasta, luego albóndigas ¿Y porque sabía a papel? Nunca he probado el papel. pero fue lo único con lo que pude relacionarlo. Entonces entendí que había perdido los sentidos del gusto y del olfato.

Sin saberlo me sumía en la más negra soledad. Entonces comencé a sentir lo mismo que al estar frente al ingreso de un lugar oscuro cuando aún veía, No sabía lo afortunada que era en aquellos tiempos; ahora no podía alejarme corriendo de ese lugar y ni siquiera cerrar la puerta de golpe; permanecía frente a ese ingreso sin poder despegar mis pies del suelo.

Mi contacto con el mundo exterior se limitó a pasar mis manos por todo lo que tuviera a mi alrededor, como queriendo sostenerme de lo que fuera y acumulando cada superficie a la vez. Recostada en mi cama, en donde me encontraba la mayor parte del tiempo, me ocupaba en acariciar las sabanas, cobija y funda de las almohadas, descubriendo nuevos detalles en los filamentos que los formaban, como haciendo un mapa del planeta al que protegía con mi cuerpo. Y este se convirtió en mi nueva casa. Cuando venía visita eran momentos de fiesta; a mi esposo me encantaba rosar con mis dedos su barba, de mi madre su fino cabello, a mi hija colocar sus palmas sobre las mías, y a mi niño mayor amaba acariciar su espalda, formando círculos como hacia cuando era un bebé. Los abrazos ya no eran tan llenadores para mí, desde que dejé de absorber su aroma ahora me eran más reconfortantes esos pequeños detalles anteriormente mencionados; los diminutos momentos que me otorgaban una dosis de vida.

Y un día la puerta a esa habitación oscura se cerró detrás de mí, mostrándome que en realidad había sido una salida al exterior, a un paisaje vacío en una noche de tormenta, sin luna ni estrellas, frio y desolador. La calidez de mi casa había quedado en ese interior al que jamás regresaría, donde todo lo que conocía permanecería por siempre lejos de mí.

¡Había perdido el tacto! Y con esto toda comunicación. Jamás en mi vida había estado tan sola. Jamás había percibido tanta oscuridad. Las cotidianas imágenes que se formaban en mi cabeza gracias a los sonidos, sabores, aromas y luego con las simples texturas a mí alrededor, se habían esfumado como la señal de un antiguo televisor que de pronto se averiaba. Estaba sola en lo más oscuro de mi universo y no había a quien ni a que poder sostenerme.

¡Entonces grité! ¡Y grité! Pero no oía mis pedidos de auxilio. ¡Entonces corrí! ¡Y corrí más de prisa! Pero no llegaba a ningún lado. Era una oscuridad y un silencio tan profundo que sentía asfixiarme con mi propio terror.

Perdí la noción del tiempo y el espacio. No sabía si estaba cubierta de vomito, si me había hecho daño o si la sangre me escurría por la piel. Pierdo la consciencia y de un momento a otro vuelvo a estar en este infierno de tinieblas. Tengo que narrar para mí misma. Recordar quién soy, recorrer los lugares, volver a abrazar a mis hijos, olerlos. Necesito las palabras para no morir en este terror que me envuelve con sus pegajosas alas llenas de escamas. Los segundos pasan como años. Repetiré quién soy, repetiré quién soy, repetiré quién soy  mientras lo más oscuro del universo me devora por completo.

 


Raziel Gutierrez Rolon. Autor Mexicano/Estadounidense. Egresado de la licenciatura en Artes escénicas para la expresión teatral. Ha laborado como actor de teatro en diversas compañías y grupos independientes. Maestro de teatro y actuación, y docente de ingles y español como segunda lengua, tanto en México como en Estados Unidos. Autor de cuatro novelas, más de veinte cuentos y textos para teatro. Dramaturgia de los cuales dos textos se han llevado a escena, incluyendo El Cofre de los Sueños, por parte de la compañía teatral de Colima Código de Barras y dirigida por Manuel Acosta.