Buscaba sus llaves cuando sin querer dejó en algún sitio sus empañados espejuelos. Afuera había luna llena y noche fría. Los matojos amontonaban pequeñas extensiones de bosque. Él permaneció por algunos minutos inmóvil, apenas podía focalizar su vista en una sola dirección. Sus ojos de pronto comenzaron a moverse a ambos lados. El ritmo cardíaco se alteraba progresivamente y se impacientaba a pequeños rasgos siempre en aumento.

La sombra de los descarnados arbustos descansaba sobre el suelo, como si de esa forma acariciara la superficie cubierta de rocío. Las estrellas se hacían magia y figuraban pájaros y animales rumiantes. Dentro se encontraba Eugenio más estresado, a cada minuto sentía todo su cuerpo en estremecimiento. Intentaba ponerse tenso para evitar estos movimientos involuntarios sin percibir resultados.

Inmóvil aún, se localizaba en el comedor, precisamente frente a la mesa que años atrás utilizaba para descuartizar diez cerdos diarios. Sus manos callosas intentaban palpar con debilidad absoluta la pared que se arrimaba a la mesa. Los pies poco atendían a los llamamientos neuromotores de su cerebro. Daba pequeños y descontinuados pasos en busca de un indicio de su localización. Eugenio no supo el lugar donde se encontraba hasta que alcanzó a percibir el ruido que provenía de una ventana, giró en torno a él y caminó ahora con más soltura. Pronto resolvió encontrarse junto a la entrada de su cuarto al palpar las tablillas de la puerta diferenciándolas de las demás.  Su superficie era más áspera, culpable de esto fue un descerebrado carpintero, que se había ofrecido a empujones para dicha tarea y dejó con un mal acabado la fibrosa madera. Recostó su cuerpo por algunos segundos en el marco de la puerta. Rascó su espalda de forma brusca, pues al moverse a ambos lados provocaba el rígido rose contra la portezuela poco lijada.

Sintió su pulso más calmado y respiró profundo por un instante. Caminó junto a la pared, teniendo por cierto que al final de esta encontraría la entrada principal que le daría su salida. Emocionado, apresuró sus pasos, sentía la éctasis de su salvación, se pensaba transfigurado, en el candil de la vida. Pronto pasó de caminar a correr, el roce de su lado izquierdo contra la pared impedía que se perdiera en la inmensa oscuridad. Todo parecía luz, y a su paso iluminaba los oscuros ojos de quien padecía. El latir en el pecho aumentaba de manera agresiva y revelaba la felicidad en su interior. Quizás a Eugenio le hubiese sido mejor seguir su marcha a lentitud, digo quizás porque nada es absoluto ni siquiera la desgracia. Su pie derecho tropezó con una biga de hierro macizo que lo hizo caer al instante, quedándole la arrugada nariz pegada al suelo. Para más infortunio, su brazo siniestro mientras caía golpeó fuertemente el filo luminoso de su hacha de mano que colgaba en la pared. Sus pies estaban cruzados y apuntaban ambos con sus dedos hacia el suelo. Eugenio no podía siquiera moverse en ninguna dirección. Los ojos cansados, sus pies doloridos e imposibilitados y el brazo izquierdo vertía a prisa gran cantidad de sangre. Sus pulsaciones continuaban alteradas, ahora no por felicidad sino por desdicha.

Con la cara incrustada al suelo intentó dar fuertes voces en señal de auxilio. Movía fuerte su lengua, contraía el abdomen, roía los dientes, pero no encontraba la forma de hablar siquiera. Al parecer el impacto había afectado también sus cuerdas vocales. Intentó dar golpes en el suelo con sus cuatro miembros, solo resolvió mover su brazo derecho y agravar la situación de su otra mano. El derrame de sangre comenzó a llamar la atención de Eugenio, que al temer tanto una muerte por desangramiento continuó dando fuertes porrazos con su brazo contra el suelo. Los sonidos sordos del impacto recorrían todo el lugar, hacían vibrar el piso y estremecían con la resonancia de las tablas el cuerpo del desgraciado viejo, pero no resultaba favorable a su rescate.

Sus oídos percibían la brisa que afuera recorría por los árboles y arbustos creando música sublime, se movía de forma tierna y entraba por la ventana con muestras de rocío fresco. El viejo intentó calmarse un poco con la escena que del exterior percibía, en cambio su olfato avistaba olores fuertes de todo su cuerpo cubierto por sudor mezclado con sangre y caía otra vez en un círculo depresivo. Repugnante fue para él ver tantas moscas posadas sobre su brazo izquierdo, husmeaban en los flujos que de a poco vertían sus arterias. Intentó con su otro miembro espantar los insectos, pero mientras más lo hacía menos llamaba su atención y más venían. Pronto tendría toda la infección depositada como para que la carne comenzara a podrir. Si el desangramiento decidiera dejarlo vivir pues la pudrición no lo haría.

Las posibilidades del viejo comenzaban a ser mínimas cuando decidió golpear aun más afanoso las tablas del piso, dándose cuenta pronto que las fuerzas ya eran escasas y que necesitaba ahorrarlas si quería continuar con vida. Su impaciencia solía ser más fuerte que su razón. No se hizo esperar e intentó rodar sobre su hombro. Se impulsó con su único miembro móvil y logró oscilar varas veces hacia ambos lados, hasta que logró dar una vuelta y de esta misma forma cuatro más chocando con la otra pared. Supo que poco había resuelto pues aún estaba en las mismas condiciones. Resolvió quedarse quieto por un tiempo y así ahorrar energías para cuando las necesitara. Sabía que su situación era crítica, no podía ver producto a la pérdida de sus espejuelos y la oscuridad en el interior, el pesado golpe le había imposibilitado su movilidad y para más desgracia se hirió gravemente en su brazo izquierdo.

Al término de tres horas, escuchó varios caballos trotando por la calle que tramitaba por dentro del bosque y pasaba justo al frente de la casa de Eugenio. Movió su brazo y se apresuró a golpear el suelo. El trote se detuvo por un tiempo. Al parecer era un coche y alguien lo había escuchado. En un instante el visitante se encontraba frente a la puerta. Nunca se sintió más a salvo Eugenio. Golpeó con más fuerza el piso y con un gran esfuerzo alcanzaba escasamente a gemir de forma paliducha. Se sintió la cerradura abrirse con una llave similar a la que el viejo colgaba en su bolsillo y en un instante encenderse la luz. Era un muchacho de unos veinticuatro años. Caminó hacia él, con el pie golpeó su cuerpo y empujándolo lo hizo girar de forma tal que lo alejó de la pared. Se sentó en una silla y le preguntó de forma irónica e intencionada:

-¿Te acuerdas de mí?­-.

El viejo se contrajo por un momento y su rostro cambió otra vez de la felicidad a la desgracia.

-Tanta malicia haz de tener en tu corazón para encontrarme en esta situación y no brindarme tu mano-, respondió Eugenio. En pocos instantes la escena volvía a tornarse rígida.

-Las personas como tú merecen morir de esta forma, maldad por maldad-. Le decía el muchacho y lo observaba con detenimiento.

Encendió un tabaco, cruzó sus pies y recostó su cuerpo en el espaldar de la silla.

-¿Verdad que la muerte es la imagen más horrenda y que el crimen se paga mal, Eugenio?- Hablaba y pegaba largas bocanadas. Expectoró varias veces sobre el suelo y observó con placer el roce de la sangre sobre el piso, empañado por la pudrición escalofriante que comenzaba a desprender el viejo. Detallaba en el vuelo de las moscas que se posaban y al caminar hacían cruces sus caminos en semejanza a una colmena.

El muchacho alzó la vista y de un tirón se puso de pie. Sacó de su bolsillo un papel que de forma muy curiosa envolvía un ligero objeto. Lo tiró con violencia junto al cuerpo del anciano, salió rápido de la casa y cerró con llave la puerta principal. Los caballos comenzaron un libre galopar y tras varios segundos no se percibían rastros del desconocido muchacho.

Eugenio extendió su brazo derecho hasta que alcanzó con cierto grado de dificultad el sobre. Lo abrió destorciendo la envoltura y quedó perplejo por varios minutos. En el interior del papel descansaban sus perdidos espejuelos y una nota que decía:

Padre que le quita la vida a un hijo no merece vivir. ¿No lo crees, abuelo?

Los escalofríos inundaron la piel del anciano. Pensó pronto en la noche que decidió borrar de la existencia a su hijo. Nunca imaginó que la vida le cobraría su descabellado error.

Recordó, mientras moría a lentitud, los días cuando tenía limpia su conciencia. Intentó creer que nada de esto había sucedido y fracasó al descubrir que su corazón había dejado de latir.


José Raúl Díaz Barrios (Pinar del Río, Cuba, 1997). Licenciado en Literatura española. Profesor en el instituto preuniversitario “Susana Margot Ávila Rua” y autor del poemario Treinta gritos de un cerebro en ruinas. Intenta presentar al mundo el mensaje atinado de la esperanza, utilizando como puente transversal, el arte de la palabra.