Eran días de mucha alegría. Se volverían a reunir las tres, tras casi quince años. Un acontecimiento feliz lo posibilitaba. Mónica cumplía en ese mes de marzo sus primeros setenta años.  Desde meses atrás y con la ayuda y el impulso de sus hijos, había organizado un festejo acorde a la ocasión. Viajarían muchos amigos históricos desde Buenos Aires y Córdoba en especial y se unirían a sus vínculos actuales de la capital provincial donde se había radicado  treinta años antes. Dentro de ese grupo de viajeras, en este caso desde Buenos Aires, estaban Gimena y Lidia.

Juntas habían vivido intensamente los años 70 y los primeros de la década siguiente. ¡Eran las tres tan bellas, pujantes e incansables en aquellos tiempos! Disfrutaron y sufrieron, en plena juventud, las múltiples y variadas experiencias que marcaron esa década en Argentina. La militancia política, más comprometida en el caso de Gimena y Mónica con el consiguiente vivir en riesgo casi permanente. La adaptación a la ciudad en el caso de Lidia, proveniente de un pequeño pueblo cordobés. Los amores profundos, explosivos y cambiantes propios de los años juveniles. Viajes y aventuras compartidas por diversos lugares del país. El inicio de los estudios universitarios sujeto a los cambios radicales en la universidad tanto en el 73 como en el 76, que repercutieron en su organización y contenidos. Durante muchos años compartieron todo, se veían casi cotidianamente, llegaron a vivir juntas en distintos momentos y lugares, al compás de los vaivenes económicos y afectivos de sus vidas. Eran más que hermanas, sabían todo una de la otra, fueron el apoyo necesario para atravesar indemnes esas épocas de la vida, tan turbulentas en todos los sentidos. Se amaban, eran tres jóvenes llenas de proyectos, bellas, inteligentes, valientes y con todo el futuro para ellas, al alcance de la mano. Ciertamente las tres eran hermosas mujeres, pero Mónica se destacaba absolutamente en este terreno. Poseía una belleza impactante, bastaba que ella ingresara a un lugar para acaparar la atención tanto de hombres como de mujeres. Todos los amigos soñaban con poder conquistar su amor y todos se quedaron con las ganas. Primero el arquitecto cordobés un tanto mayor, amigo de Lidia y luego el compañero de estudios uruguayo, con quien pronto se casó sepultaron toda esperanza en tal sentido. Alta, delgada, de porte simétrico y equilibrado, sensual en sus movimientos, dueña de una voz clara y dulce, que se destacaba también a la hora de entonar canciones folclóricas – de moda entre los jóvenes en esos tiempos- de cabello negro suave y largo, adornando un rostro que parecía cincelado. Todo aquel que la conocía no podía olvidarla y muchos pensaban por qué razón no había triunfado en el cine y se respondían que sencillamente fue debido a que no le interesó hacerlo. Su belleza era tal que ni siquiera despertaba la envidia de sus amigas, se habían acostumbrado a la misma. No opacaba a las demás, simplemente iluminaba los lugares y las personas.

A principios de los ochenta se fueron distanciando, especialmente de Mónica, quien al finalizar la carrera de Arquitectura se marchó a Salta. Ganaron junto a su nueva pareja, el compañero de estudios montevideano, un concurso público para construir una biblioteca en la ciudad capital. Se asentaron profesional y socialmente en la provincia y crecieron en ella de manera exponencial. En la actualidad su empresa es la que más obra pública lleva a cabo en el territorio. Alfredo, su marido, era un trabajador incansable, muy eficiente y enamorado de su profesión. Ella con su belleza y simpatía impactante manejaba las relaciones públicas de la empresa, no sin descuidar por ello la actividad de diseño en la que también se destacaba. Tuvieron sus tres hijos allí. Vivieron una vida muy feliz hasta que Alfredo falleció tras una breve lucha contra el cáncer, dos años atrás. Mónica no había podido superar la pérdida y en parte esta fiesta, tenía por objeto conectarla con la vida y sacarla de una persistente melancolía que se había adueñado de su existencia.

Lidia abandonó los estudios y se dedicó de lleno a la actividad comercial y a la industria textil, en la que ya se desenvolvía su pareja, recientemente desvinculado de una de las ramas más combativas de la juventud peronista. Crecieron mucho en lo económico, tuvieron sus dos hijos y unos años antes del reencuentro se había divorciado, tras un proceso doloroso. Pese a ser una persona sana y  muy deportiva, con un aspecto juvenil aún a sus sesenta y seis años, no pudo escapar a la condena inexorable de la herencia biológica y un par de años atrás desarrolló rápidamente signos y síntomas de la tan temida enfermedad de época: Alzheimer. Su madre la había padecido en  sus últimos años y debió cuidarla hasta su muerte.

Gimena por su parte, formó pareja con un compañero de militancia, tuvieron rápidamente un hijo, llevó a cabo estudios superiores y luego universitarios. Se separó al poco tiempo. Trabajó mucho en su profesión de psicoanalista. Formó una nueva pareja, tuvo otro hijo. Creció en lo profesional y socialmente. Lograron comprar una casa grande tal como la soñaba y eran felices en ella.

El vínculo entre las tres cambió desde que Mónica se radicó en Salta. En los primeros tiempos se vieron una vez al año, ya sea viajando Gimena y Lidia al norte o viniendo ella a Buenos Aires. En tales ocasiones solían pasar una semana o diez días juntas, suspendían todas sus actividades para volver a vivir la alegría de esa profunda amistad que las unía desde siempre. Sin embargo, a medida que pasaban los años, se hacía cada vez más difícil organizar esos espacios comunes. Nuevas obligaciones, nuevas responsabilidades, agendas difíciles de compatibilizar. Hacia 15 años que no se encontraban las tres. En forma individual tanto Gimena como Lidia se habían visto algunas veces con Mónica, ya sea en Salta o en Capital. Pero las tres juntas no habían podido hacerlo, siempre surgía un impedimento. Por eso estaban tan ansiosas esperando desde meses atrás el momento del reencuentro. Al menos Gimena y Mónica. En el caso de Lidia su patología imposibilitaba conocer sus anhelos y estados de ánimo, cada vez más cambiantes y paradojales.

Habían combinado que viajarían a Salta el día previo a la fiesta para poder encontrarse esa tarde y pasar unas horas juntas, antes del evento. Así lo hicieron.  Se iban a reunir en una confitería ubicada frente a la plaza principal de la ciudad. Gimena y Lidia quienes se alojaban en un Hotel de las afueras llegaron un rato antes. Lidia insistió en el taxi durante todo el trayecto en contar presuntos viajes que ella había hecho con Mónica a diversos lugares de Europa y que en realidad nunca ocurrieron.  Gimena estaba ansiosa por ver a Mónica, después de casi diez años, ponerse un poco al día de sus vidas. Si bien se comunicaban por whatsapp y hablaban por teléfono nunca es lo mismo que el encuentro personal. Quería saber también cuál era la gran sorpresa que le había anticipado que mostraría en la fiesta. La confitería estaba casi vacía, a pesar de ser un viernes a media tarde. Seguramente se iría completando más tarde. Se sentaron en una mesa amplia ubicada en el centro del amplio local. Sin embargo, tuvieron que cambiar de lugar ya que Lidia protestaba diciendo que desde allí ella no podía ver la calle y que le gustaba mucho mirar la calle. En eso estaban cuando entraron primero una pareja joven y luego una mujer alta y vestida en forma elegante. Mientras ellas se reacomodaban en la nueva mesa, la pareja caminó rápidamente hacia el fondo del local con rostros un tanto tensos, en tanto que la mujer alta se dirigía sonriendo hacia ellas. Lidia y Gimena la miraban sorprendidas ya que no la conocían, en Lidia no era extraño desconocer a las personas, pero Gimena era un verdadero archivo viviente de rostros y nombres. Le bastaba con ver una sola vez a una persona para que cara y nombres quedaran grabadas para siempre en su base de datos mental. La mujer elegante siguió avanzando hacia ellas, riendo. Se paró frente a la mesa, abrió sus brazos y con su voz inconfundible dijo el clásico ¡Hermamassss!

Lidia miraba asombrada, como lo hacía siempre últimamente, ya que todo para ella era una novedad constante.

¿Y esta quién es? Preguntó en voz muy alta.

Gimena no podía creer lo que veía. La voz y el saludo eran inconfundibles. Mónica, la mujer más bella que había conocido en toda su vida, su hermana, se había sometido a una cirugía estética en el rosto, de tal magnitud y mal gusto que le desfiguró el rostro, transformándola en una de esas caras de pómulos rígidos, labios inflados, ojos estirados, piel tensa y expresión estándar. No era la Duquesa de Alba, pero estaba cerca de serlo. Se contenía para gritarle: “¿Cómo te hiciste eso?”

Su rostro seguramente lucía tan asombrado como el de Lidia y se asemejaba a la actitud que asumió el de Mónica quien no podía entender, como sus viejas amigas de toda la vida, sus hermanas, no se alegraban de verla, así, tan renovada y bella, preparada para su gran fiesta.


Miguel Angel Acquesta (Núñez, Argentina). Licenciado en Psicología por la UBA. Autor de seis libros de Psicología del Desarrollo y numerosos artículos científicos publicados en revistas con referato. Publicó en revistas literarias 8 de sus cuentos, uno en una Antología y un libro de cuentos Relatos Urbanos en marzo 2021. Ed. Vanadis. Becario del Fondo Nacional de las Artes.