Oliver O‘Henry valía veinte monedas de plata. De haber terminado el último año de abogacía y haber trabajado en el estudio de su padre hasta hacerse de un nombre importante seguro su patrimonio sería mayor. Pero Oliver estaba muerto. Para el doctor Mcnamara era un cuerpo que podía servirle para estudios durante dos semanas aproximadamente y no valía más que eso, veinte monedas de plata. Fuller no quería explicaciones médicas ni regateos, quería vender el cadáver. Tomó la bolsa de monedas, no las contó. La bolsa esta fría y húmeda como todo lo que tocaba. Las agitó junto al oído al salir del callejón donde había pactado el encuentro con los médicos del Hospital Saint Margaret.

Al caminar por las calles de Dublín sus zapatos hacían un ruido sordo que rebotaba en las paredes. Sujetó con fuerza el pequeño saco de dinero de su bolsillo. La mano derecha, suelta, estaba lista para tomar la pistola engarzada del cinturón. En el otro bolsillo llevaba una navaja “mariposa” que no sabía usar. La niebla había entrado a la ciudad pocos minutos antes de la puesta del sol y ya cubría todas las calles. No se veía más allá de unos dos cuerpos de distancia. Las luces de los faroles en las esquinas parecían manchas amarillas en una acuarela. Los ladrones podían salir de cualquier rincón oscuro en la ciudad. Las paredes de colores apagados les servían de camuflaje. Sintió un ruido a sus espaldas. Era el carruaje que llevaba a los médicos con los que se había reunido minutos antes. El doctor Mcnamara, con una sonrisa, levantó su galera para saludarlo. Fuller solo escuchaba los cascos retumbar con un sonido acompasado, apenas pudo verlo tras la cortina de niebla. Sus ojos se fijaron en el bulto envuelto en pieles atado en la parte trasera de la carreta. Supo que era el cuerpo del joven que había desenterrado pocas horas antes. Se apoyó en una pared. Sintió cómo las piernas le hormigueaban y se le torcían como juncos. Inclinó todo el cuerpo y vació su estómago, expulsando la papa al horno de la cena. Se oyeron chillidos desde las sombras. Decenas de ratas, grandes y pequeñas, se abalanzaron para devorar el vómito. Apuró el paso. Volvió a meter la mano en el bolsillo para tomar la bolsa de monedas. Luego metió la otra donde llevaba la navaja.

Al día siguiente, Fuller caminaba otra vez por las calles del centro de la ciudad. Llevaba unos pocos peniques sueltos en su saco que no le importaba cuidar. Sujetaba una bolsa de papel con un enorme logo farmacéutico estampado. Recordó lo que le dijo Mcnamara, que el cuerpo tenía una herida de cuchillo en el abdomen. Sin dudas era la causa de la muerte. Se lo dijo como uno de los motivos por los que no pagaría más de veinte monedas de plata por el cuerpo.

– Tiene los órganos perforados. Un cadáver muerto de manera natural puede valer, mínimo, el doble – le explicó el médico.

Fuller no prestó atención a eso, solo le importó lo de la puñalada. El contacto que le había contado sobre el muerto recién enterrado nunca le dijo que fue asesinado. Se preguntó si no fue ese mismo contacto quien lo mató para robarle.

En Dublín pocos llevaban la vida acomodada y sin privaciones del viejo Mcnamara o del joven O´Henry. En las calles se agolpaban los mendigos en las esquinas y los enfermos en los portales de las iglesias. Por las noches, las prostitutas se vendían bajo la luz de los faroles. La densa niebla constante no permitía verles los pómulos sobresalidos por la desnutrición. La miseria empujó a muchos a dedicarse al hurto, la estafa y, en mayor medida, al robo. A Fuller lo llevó la misma necesidad que a todos. No se sintió nunca con las agallas para matar a otra persona si un asalto se complicaba. Pero contó con la falta de culpa necesaria para robarse a alguien que ya no debía preocuparse por matar.

Llegó a su casa. Vio a su hijo recostado en el catre con una tos que pudo escuchar desde la calle. Colocó la bolsa en el piso y lo abrazó. Sintió el olor de su pelo y el sonido de sus latidos. Su calor le hizo olvidar toda la noche anterior por un instante. El olor del cementerio, el frío húmedo de la tierra, el dolor de espalda por cargar el cuerpo tanta distancia y, sobre todo, la idea de la herida en el estómago del joven que vendió por veinte monedas de plata. Esas tan preciadas monedas de plata.

Preparó un huevo revuelto en la sartén y lo sirvió junto a una papa asada. Compró un botellón de cerveza camino a casa con lo que le sobró de la farmacia. Quiso terminar de gastar aquel dinero sucio y a la vez festejar si las medicinas daban resultado. Su hijo ya no sufría ataques como los de la última semana, aunque si tosía de vez en cuando. Los trapos con sangre junto a su cama disminuyeron de diez a solo unos pares. Comió rápido y se puso junto a la salamandra para tomar la cerveza. Afinó el oído, la respiración profunda de su hijo al dormir sonaba limpia. Le quedó un cuarto de cerveza en el tarro. Pensó lo que haría cuando se le acabaran las medicinas. Barajó la idea de vender otro cuerpo. Trataría de informarse más sobre la persona, de preferencia que haya tenido una muerte natural. Creyó que la segunda vez sería más fácil para su conciencia. Miró el fuego arder mientras tomaba los últimos sorbos. Notó que al fulgor naranja de las brasas lo cubrió una sombra. Miró a la ventana pero no vio más que la calle Baker iluminada por la luna llena a lo lejos. Dejó el tarro sobre la mesa, se frotó los ojos y se sentó. Prendió una vela, agarró su cuchillo de caza y se puso a tallar un trozo de madera esperando que lo encuentre el sueño. El silbido del viento sobre los callejones creció. Las maderas de la casa se quejaron como si fueran a partirse. El aire se enfrió y su aliento se transformó en nubes blancas al salir de su boca. Pensó que su hijo podría tener frío así que tomó su bufanda y el gorro de lana para ponérselos mientras dormía. Una ráfaga abrió la puerta e inundó la casa apagando la salamandra. Se dio vuelta, perdió el equilibrio y cayó de espalda. Quiso levantarse pero no le respondió ningún músculo. Se le marcaron las venas en la frente y la cara se le inundó de sangre, pero no pudo levantarse. Era como si no tuviera cuerpo. Los gritos no le salieron de la garganta cuando intentó pedir ayuda, ni siquiera se le separaron los labios. Vio entrar por la puerta abierta una figura tan alta que casi rozaba el techo. El rostro y el cuerpo estaban cubiertos con una manta de lienzo gastado y con manchas color granate oscuro. Se desplazaba con rapidez pero sin mover el cuerpo, como si algo lo impulsara. Ahí notó que los pies del extraño no tocaban el piso. Los miró con detenimiento, eran pálidos, con un color violáceo que se volvía negro al llegar a los dedos. La figura dio vueltas por la casa. Él la siguió con la mirada aunque los ojos se le irritaban con el viento helado. Se acercó a Fuller cubriéndolo con su sombra, permaneció un segundo frente a él y se dirigió al cuarto. El hombre intentó gritar pero su tráquea se cerró como si lo ahorcaran. La presión aumentaba con cada respiración que daba. Su cara tomó un color morado y se le inyectaron de sangre los ojos. Antes de quedar inconsciente vio cómo la luna le iluminó el rostro al extraño ser flotante. Era de un blanco verdoso, con los ojos cerrados y la boca colgante como si no pudiera cerrarla a voluntad. Era un hueco negro carente de dientes pero sin saliva. No portaba cejas ni pestañas y una cicatriz vertical le asomaba en la base del cuello. Finalmente dio un último suspiro corto y quedó inconsciente. Al abrir los ojos vio el techo de la casa impactada por los rayos del sol. Se sentó. Tocó sus piernas para ver si no seguían paralizadas. Se paró de un salto pero terminó apoyado sobre la mesa. Sintió que todo el peso del cuerpo se le iba a los pies y se le nubló la vista. Respiró hondo. La garganta le molestaba al tragar. Corrió hasta la habitación donde dormía su hijo, impulsado por la adrenalina. El catre estaba vacío. Las sábanas estaban desparramadas por el suelo en un charco oscuro al igual que los frascos de medicina y la bolsa de papel madera. En la almohada había un saco de arpillera sujeto con un cordón de algodón. Lo tomó y rompió el pequeño nudo con los dientes. Le dolía la tráquea al llorar. Dejó caer el saco del que salieron disparadas cuarenta monedas de plata que rodaron por la habitación.


Ezequiel Olasagasti (Buenos Aires, Argentina, 1989). Vive desde pequeño en el partido de Morón en el oeste del Gran Buenos Aires. Es escritor y periodista. Tiene tres libros de cuentos: “El hueco del relámpago” (Editorial Expreso Nova, 2015), “Espejo convexo” (Editorial Imaginante, 2017) y “La gente dice amar la lluvia” (Editorial El bien del sauce, 2020). Sacó también un libro digital de relatos y poemas de forma autogestiva llamado “Consideraciones sobre los goyetes” (2020). Publicó varios de sus cuentos en antologías y revistas literarias de Argentina, México y España. Colabora con el medio deportivo “Globalonet” haciendo columnas y cuentos deportivos. También conduce y produce el podcast “No me hables tan temprano”.