El viejo rabino repasa, una y otra vez, los papeles que el enorme caballero le entregó. El extraño visitante tocó a su puerta al caer la noche. Tras saludar sacó de su maletín diversos documentos que puso en manos del rabí. Ha expuesto su caso de forma tan persuasiva que está por convencerlo.

Con su enorme estatura el extraño pudiera intimidar. Pero esta primera impresión se diluye gracias a su evidente educación, a las buenas maneras, a su forma de expresarse; así como a su pulcra y cuidada vestimenta. Son elementos más que suficientes para congraciarse y ganar la confianza del anciano. Lo único inquietante en el visitante es su rostro amarillento cubierto por cicatrices. La piel pareciera translúcida. Un efecto tramposo debido, quizás, a la luz que emiten las lámparas de gas en la calle. Sin embargo el rostro no importa ante la elegancia y la excelsa voz que posee el gigante.

—Pero, ¿está completamente seguro? —pregunta el maestro judío tras devolver los documentos a su dueño.

—Sí. Esta construcción, su hogar, formaba parte de una pequeña sinagoga en el siglo XIII. En sentido estricto estaba atrás de ella y funcionaba como casa y bodega. Se conectaba al templo por un pasillo que ya no existe. Con el tiempo, y por diversos azares la sinagoga, desapareció para convertirse en la casa que está a espaldas de la suya.

—¿Qué busca? ¿un tesoro?

—No lo sería para usted. Lo que está guardado en su ático vale lo mismo que la tierra que pisamos. Juro solemnemente que usted se puede quedar con todo lo que haya en el ático menos ciertos montones de polvo. Además pagaré con gusto cualquier daño que hubiere. A lo anterior le podemos agregar una suma adicional, si lo considera necesario, por las molestias que le ocasiono. Piense que me está rentando el ático por unos días, una semana a lo sumo.

—Señor, ¿está dispuesto a poner por escrito todo lo que ha dicho?

—Claro que sí: todas estas promesas se vuelven condiciones en el acuerdo que firmaremos.

Mientras el rabino lo medita el visitante le ofrece una pequeña bolsa café que saca del maletín. El anciano la toma y la abre. Está llena de monedas de oro. Una sola cubriría sus gastos de forma holgada por un año.

—Le hago entrega de este adelanto como muestra de mi palabra y mi buena fe. Por favor, ¿podemos proceder a redactar y firmar el acuerdo?

El rabí asiente y lo deja pasar. Lo guía a pequeño salón donde hay un secreter. Con trazos temblorosos redacta el acuerdo. Cada duda o petición adicional se resuelve a su favor y de forma satisfactoria. Terminado el escrito ambos lo signan de inmediato. Sin mediar más palabras conduce al visitante escaleras arriba para mostrarle la entrada al ático.

Al día siguiente el caballero baja al salón e invita al rabino a que lo acompañe. En el ático le enseña que ha movido muebles, cajas y ornamentos que tapaban la pared de fondo. También explica con paciencia y cumplimentando el acuerdo, el significado de las diversas marcas hechas con tiza. Le han servido para hacer mediciones. Toma una enorme hoja que reposaba encima de un polvoriento taburete.

—Este es el plano original que conseguí como resultado de mis investigaciones. Su ático sólo llega hasta aquí —señala una línea en el papel—. Notará que taché el espacio restante: esa área hace falta en las mediciones. Es casi el triple de lo que ahora es su ático. Por lo tanto, con su venia, tendré que abrir un hueco en la pared del fondo Por supuesto espero que esto —le entrega otra tintineante bolsita al anciano— cubra los desperfectos.

—Adelante, señor, adelante. No se detenga por mi.

A la mañana siguiente el visitante baja a la cocina para tomar agua y conseguir comida. Mientras prepara sus alimentos el anciano en silencio lo observa. El gigante no pierde su porte aún arremangado y cubierto de polvo. El sol hace muy notorias las marcas en el rostro. Extensas cicatrices lo cruzan como bordes y lo hacen parecer un rompecabezas. Tras un vistazo descubre cicatrices semejantes en ambas muñecas. Confirma su observación de la noche anterior: toda la piel es amarillenta y algo translúcida. Pero, fuera de las cicatrices, el cutis es joven, de alguien que apenas cruzó los veinte años. El rabí sabe que es imposible: la educación y cultura que el extraño ha mostrado no es propia de una persona de tan corta edad.

El hombretón termina de comer e invita de nuevo al maestro judío para que lo acompañe. Ahora hay un enorme hueco en la pared del fondo. Es lo suficientemente grande para que ambos pasen de lado a lado. Repartido por el ático hay ordenados montones de ladrillos y mampostería. El rabí le agradece a su visitante que haya sido tan cuidadoso al derribar el muro. Fue tan silencioso que el anciano pudo dormir sin sobresalto a pesar de tanto material que se removió.

—¿Gusta ser el primero en pasar tras todos estos siglos?

El viejo tarda en percatarse que le han brindado el honor de entrar al nuevo ático. Avanza con lentitud hacia el hueco y lo traspasa. El espacio recuperado tiene una suave iluminación: una larga y sucia ventana recorre la parte superior de la pared de más al fondo. El rabino está maravillado. Gracias a la luz es posible distinguir una mesa continua pegadas a las paredes y que conforma una U. Está cubierta de pergaminos, envases de cristal y muchos otros objetos que no reconoce. En medio del espacio se alza una plataforma un poco más grande que un hombre. Su superficie está cubierta por montones de tierra. Algo en su disposición o construcción lo hacen parecer un altar.

—¿Es lo que buscaba? —pregunta el rabí al caballero apenas este cruza el hueco.

—Sí, aunque esperaba encontrar algo más terminado: una estatua o una figura. Sin embargo podemos asegurar que estamos en el lugar correcto. Esconder un mito no es un asunto de todos los días. Con su permiso necesito ausentarme un instante para traer el maletín que dejé en el salón. Debo consultar mis apuntes.

—Aquí lo espero mi estimado joven.

El rabino aprovecha la ausencia para moverse en el espacio que queda entre la monolítica mesa y la plataforma. Examina sin los utensilios. Todos están cubiertos por una gruesa capa de suciedad. Poco después el caballero regresa con su maletín. Lo pone a un lado de la plataforma y saca varios papeles. Mientras los repasa con detenimiento el rabí termina su recorrido. Accede a que el extraño revise los sucios pergaminos y libros que están en el cuarto.

Transcurren varias horas. El anciano, fuera de bajar a comer o a alguna necesidad urgente, no deja abandonado a su visitante. Está sentado en un taburete que el hombre le trajo. Avanzada la noche un “Eureka” estalla y por primera vez se ausenta el caballero sin pedir permiso. Tarda un poco pero no lo suficiente para inquietar al rabino. Cuando regresa carga sin esfuerzo dos baldes llenos de agua. Se para a un costado de la plataforma. Mientras mezcla el agua con los montones de tierra canturrea una pieza que el rabí desconoce pero que resuena extrañamente familiar. Terminada la mezcla el extraño modela el barro cuidadosamente. Con lentitud crea una tosca figura que apenas se asemeja a una persona: el material tiene más limitaciones que la habilidad propia del creador. Al terminar traza un par de ojos, una nariz y una boca en lo que sería la faz. El caballero, sin dejar de cantar, se detiene a observar su obra. Luego escribe varias letras en la frente del ser de barro. El viejo judío reconoce la palabra que escribió: emet. Entonces se percata que la melodía del canto ha cambiado: ahora parece un rezo. A lo largo de varios minutos, poco a poco, se vuelve más inhóspito el ritmo y la melodía. De repente el visitante calla y se queda a la expectativa. Transcurre un largo rato: la figura de tierra sigue siendo barro inerte. El gigante se acerca a su acompañante.

—Un inútil primer intento. Tendremos que repetirlo. Algo se nos olvidó o hizo falta.

—Caballero, ¿en serio cree que ese montón de barro hará algo extraordinario?

—Rabí, querido compañero, bajemos a cenar y le contaré una historia. Allí conocerá la respuesta.

Al amanecer el rabino entiende y compadece a quien ya no le es un extraño. El caballero le mostró un diario con una V y una F grabados en la portada. Era la referencia obligada a la historia de su vida. Tras la lectura de múltiples páginas el rabí reconoció que la soberbia y la paternidad son una pésima combinación. Las pocas dudas que le quedaban murieron cuando el hombretón le enseñó la correspondencia entre las cicatrices de su cuerpo y las plasmadas en los dibujos del diario. Al final de la narración, aún acongojado por el transcurrir de su vida, el gigante quiso darse ánimos con una pizca de humor. Señalando su cabeza dijo:

—Por lo menos Víctor, cuyo perdón espero en el juicio final, cuidó que, ante la imperfección del cuerpo, el ático estuviera bien construido y no contuviera secretos.

El rabino le contesta con una sonrisa. Sabe que no le toca rezarle o darle esperanzas. Es un asunto que sólo decidirán instancias mucho muy superiores y hondamente más sabias. Sólo debe dejarle hacer.

La luz apenas despierta y ya se encuentran junto a la plataforma. El barro casi se ha secado. Sin esperar más el visitante reza con el lenguaje del Dios hebreo. Luego salmodia e inicia el extraño canto del día anterior. Con imposible suavidad, casi sin tocar, rodea con sus enormes manos la cabeza de barro. Repite el cántico por varios minutos y lo vuelve, nota a nota, más intenso y vibrante. Al final la melodía y el ritmo estallan en una apoteosis de ritmo y armonías insólitas. El caballero levanta el rostro al cielo y termina con energía la invocación. El barro empieza a pulsar lento y grave. Quizás dentro se ha formado un corazón de piedra. Quizás, pálpito tras pálpito, empuja espesos polvos ígneos por el cuerpo semiendurecido. El pecho sube y baja lentamente e imperfecto: burdo símil de respiración. Los ojos mal trazados en el barro cobran vida y miran en derredor. El rabí descubre la diferencia entre un cuerpo con alma con el que la carece. Entonces se maravilla de su visitante.

—¡Levántate! —exclama el caballero. El golem se yergue lenta y dificultosamente. Se sienta en el borde de la plataforma y se pone de pie.

—¡Saluda! —el golem levanta su brazo derecho en un tosco gesto de saludo.

—¡Avanza! ¡Retrocede! —y el golem pesadamente hace caso. El caballero irradia júbilo.

—¡Habla!

Silencio. El golem mira indeciso lado a lado.

—¡Habla!

La burda boca se abre y se cierra varias veces sin emitir sonido.

—¡Que hables! —la orden termina en un gemido de preocupación—. ¡Malditos los infiernos! ¡Habla!

El angustiado visitante se adelanta y agita al golem. Le grita una y otra vez que hable. Por fin desiste y lo abraza. Permanecen así mientras el sol camina al techo del mundo. El anciano se sienta en el taburete en esperando que regrese la vida a esa escultura de  tierra.

Inicia la tarde cuando el caballero suelta al golem. Con un gesto decidido borra una letra en la frente del callado ser que tiene ante sí. En un instante sólo queda un amplio montón de tierra húmeda en el suelo. El visitante se sienta junto al rabí. Solloza y las lágrimas recorren su amarillento y translúcido rostro. En un tímido gesto de solidaridad el anciano le palmea la espalda. Poco a poco el gigante se tranquiliza y se queda dormido.

—Antes de despedirme quisiera disculparme de nuevo por mi actitud el día de ayer. Me siento muy avergonzado por lo que ocurrió. Este ático era mi última esperanza.

—Lo sé. Te comprendo y no necesitas disculparte. Hay días en que también los profetas dudan de su fe, pero Yehovah sigue a su lado. Revisa de nuevo los libros y los pergaminos. Quizás pasaste por alto algún detalle —el rabino señala enigmáticamente las escaleras que dan al ático.

—Muchas gracias, pero dudo que así sea. Estudié a profundidad los textos que allí estaban. La habitación fue diseñada y construida con un propósito único. Incluso el rito lo hicimos de forma adecuada y cubrimos todos los pasos. Por casi un siglo he investigado el asunto y ya lo había intentado dos veces. Debo admitir que Víctor, que en paz descanse, supo dar vida y habla sin mayor magia que la naturaleza. Lo que estaba allá arriba es un remedo. Aún así confiaba que sería suficiente para tener un compañero.

—Ten paciencia y deja la soberbia que tanto daño hizo a tu padre. Reflexiona sobre lo que pasó. No importa dios alguno o la naturaleza: sólo alguien con alma y espíritu puede insuflar vida a la materia inerte. Carne, tierra, metal… No creo que importe. Tú padre lo hizo, tú lo hiciste, pero el material era imperfecto: ¿no estaba muy sucio el ático?

El caballero sin nombre cae en cuenta que ha honrado la obra de su padre y que quizás así será redimido. Con una sonrisa se despide del rabino y se pierde en la oscuridad. El joven Frankenstein sabe que tiene por delante la eternidad y muchos áticos por explorar.


Eduardo O. Honey E. (México, 1969). Ing. en sistemas. Participante desde los 90 en talleres literarios bajo la guía de diversos escritores. Publica constantemente en plaquettes, revistas físicas, virtuales e internet. Textos suyos fueron primer lugar (Teresa Magazine 2020, Nyctelios 6ª. Ed.) o finalistas (Supraversum 2021, Novum 2021, XVIII Certamen Internacional de Microcuento Fantástico miNatura 2020, 1er. Concurso de Cuento Breve Plétora Editorial 2020, Mención de Honor del Jurado, Quequén 2020). Ha sido seleccionado para participar en diversas antologías. Imparte talleres de escritura para la Tertulia de Ciencia Ficción de la CDMX. Pertenece a la generación 2020-2021 de Soconusco Emergente.