Sus movimientos rápidos, precisos. Su pie se alza, con mortal habilidad hacia la cabeza del contrincante. La coleta de su pelo le golpea el rostro en una suerte de baile que va esparciendo su fragancia por todo el lugar. Suma puntos con la facilidad de los guerreros privilegiados: hace contacto en el muslo, en el abdomen, ya en el costado y, cuando el adversario cree que ha sorteado la patada que se dirigía a su sien, regresa el pie en una patada certera y sorpresiva que termina por abofetear al contrincante. ¡Quién pudiera adivinar la velocidad, tenacidad e incluso la gracia de su estilo de combate! De cuerpo delicado, brazos delgados; diera la apariencia de ser más bien frágil. Ya logra reducir al oponente o lo hace tambalear, ya consigue aplicar una llave que mueve al otro sujeto a palmear en señal de rendición. Ella, al igual que yo, entrenábamos en el deportivo Peinier.

«No… Prefiero que ya no hablemos», me dijo hace algunos meses.

—¡Lăoshī, quiero intentarlo! —solté de repente. Todos voltearon a verme. El profesor estaba complacido de ver el ánimo de sus estudiantes: aunque no todas las batallas hubieren de ser ganadas, todas deberían de ser peleadas.

En el rostro de Aini se dibujó una mueca que indicaba desprecio; intentaba mostrarse indiferente. Yo me sentía herido cada vez que hacía eso. Cuando me conoció, mis manos mostraban costras en los nudillos. Ella nunca me lo dijo, Aini se sentía incómoda de estar junto a estas personas incapaces de controlarse. Acaso imaginaba que yo me ponía a soltar puños contra los vidrios y las paredes cuando me sentía frustrado. No era así. ¿Pero no habría sido más absurdo intentar esclarecer algo que ella nunca me había mencionado? ¿Cómo intentar mostrarle que yo no soy para nada un tipo violento cuando ella no había mostrado indicios que supuestamente me indujeran a creerlo? ¿Por qué lo sabía? Por la forma en que miraba mis nudillos cuando intercambiábamos algunas palabras, por el convencimiento que mostraba cuando hablaba con el resto de alumnas sobre las «señales» que delataban a un posible agresor. Jamás he golpeado si no es en la clase de Kung fu.  Pero no podía conseguir la forma de demostrárselo. Y ella no me habría permitido acercarme siquiera. ¿Cómo decirle que al que llamaban Sanfú, el alumno más avanzado del Lăoshī, me había recomendado realizar lagartijas con los nudillos, cómo decirle que esas eran las causas de mis costras? ¿Cómo explicarle que ya las había dejado de hacer, con tal de que me volviera a mirar como antes? Con esa cordialidad que había quedado ya en el pasado.

Después de alejarnos, yo la podía ver en los pasillos del deportivo, en el patio, cuando llegábamos a cruzarnos. No sabía si me permitiría dirigirle la palabra. Como queriendo decirle: «no soy un sujeto peligroso», pero excusatio non petita… Intentaba una leve sonrisa que pudiera comunicar que mi voluntad rezaba por tener la oportunidad de seguir charlando con ella, al mismo tiempo que deseaba respetar su decisión de estar alejada de mí, si así lo quisiera. Creí poder. Eso era lo que realmente quería: permitirnos a ambos seguir la vida de cada uno. ¿Acaso no es lo más sensato? Al no encontrar respuesta en mis saludos, bajaba la vista y seguía mi camino.

Con Aini no sólo compartía la clase de artes marciales, también íbamos juntos en la misma escuela. Aquella vez que se había cortado el cabello hasta arriba de la nuca, me pareció encantador, hipnotizante. No podía dejar de mirarla, dejar de mirar su tan delgado cuello sujetado por una especie de liga negra. Ese día, en clase de latín, nadie había llegado aún al salón. Me senté en el costado derecho, junto a la puerta, como siempre lo hacía. Llegó ella: su perfume era cautivador. Se sentó en medio del salón, en la primera fila. Leía un libro mientras mordía una manzana. Yo sólo era capaz de ver ese cuello. Me encantaba; así como me encantaba ser parte de la audiencia de cada una de sus participaciones. Esa voz hermosa que ella tiene, las maneras de hablar. Esa forma de suspender al oyente antes de rematar con más fuerza; sus modos de dar énfasis a las palabras, para lo que aprovecha todo su repertorio de tonos y de gestos, de expresiones faciales.  Habla en lo académico como si hablara con un amigo. Hace confidentes suyos desde Barthes hasta Sor Juana y los mide en elocuente charla. Su habilidad mental sólo es comparable a su don quinestésico. Este año saldremos de la escuela. Eso implica que podría ser la última vez, que pudiera ver a Aini no ya sólo en los pasillos del instituto, sino, en la vida. Y esta cuestión me ha quitado el sueño durante los últimos meses. Artículos, notas, reseñas, conferencias, prácticas: buscaba pretextos para poder entablar un nuevo diálogo con ella.

Aini, quisiera no perder la oportunidad de hablar contigo alguna vez más. Ojalá pudiera arreglar todo. Aini, no me prives de verte y escucharte nuevamente, por favor. Sólo me quedaría la posibilidad de recordar estas pocas veces que mi vista fue capaz de capturar la esencia de alguno de tus instantes. Aini, ángel; ¡ángel Aini! No sé si pueda resignarme. Es lo que debo. Pero en mí ebulle el deseo de charlar con ella, de aclararle todo. De estar bien otra vez.

—Jacobo contra Aini —caminé lentamente, como mareado. Era como si mi cuerpo quisiera huir, pero mi mente estuviera enfocada en un solo objetivo, ahí, delante de mí—. Saludo. Posición de combate… ¡Comiencen!

—Por favor, perdóname. Quiero arreglar todo —le declaré con el volumen necesario para que sólo ella me escuchara, aunque el resto pudiera vernos hablar. Con suficiente habilidad, era interesante intercambiar comentarios ante los ataques o las defensas del otro. Era como un combate de ingenio que repartía a la mitad nuestra atención y nos exigía toda nuestra capacidad de concentración. A veces, el propio profesor nos hacía repetir los cinco conceptos taoístas mientras combatíamos: vencer cediendo, enderezar siendo rectos, ser nuevo gastándose, llenarse estando vacío, se confunde quien tiene mucho; en secuencia y alternados, hasta que acabáramos la lucha. Aini abrió los ojos, sorprendida. Pensé que me diría que sí, y entonces pude sentir un fuerte golpe en mi estómago que me terminó por tumbar. Me levanté enseguida y arremetí:

—Por favor, Aini. Sé que no soy una persona perfecta, pero no soy quien crees.

En el bloqueo de un golpe volado, Aini pudo tomar mi brazo y, mediante un movimiento similar a los de Aikido, me proyectó varios metros. Cada vez que me derribaba, me levantaba con la misma fuerza y me dirigía hacia ella. Ya no pronunciaba mi disculpa. Esperaba que cada intento fuera prueba de ella. Cuando casi acababa el tiempo del combate, pude conectar una patada en el vientre de Aini. Callamos unos instantes.

—Aini… —ella, apenas sin inmutarse, sostuvo mi pierna y con un movimiento certero estaba a punto de propinar un codazo directo contra mi rodilla. Gritó al tiempo que golpeaba. Temí una luxación, cuando no una fractura. En un movimiento extremo, ladeó mi pierna y el codazo lo recibí en el costado de la pierna, muy cerca a la articulación. Solté un grito que terminó el combate. El profesor pidió que llamaran a los médicos. Aini se arrodilló, me observaba con sus ojos cafés, tan bellos… Volteó hacia donde iba mi brazo: mi mano sujetaba su tobillo.

—Por favor… —alcancé a pronunciar. El dolor no me permitía extenderme en mi súplica. En la puerta se acercaban los médicos. Traían una camilla. Cerré los ojos para poder concentrarme sólo en el dolor y no en la inutilidad de mis esfuerzos que me dolían más que mi propio cuerpo. Mi imaginación o su voluntad hicieron que en mi mano pudiera sentir el cálido roce de unos dedos: así, delgaditos.

—¿Sí, Aini?

—¿Cómo preguntas?


Alfredo Bobadilla Rodríguez (CDMX, México). Estudiante de Lengua y Literaturas Hispánicas en la UNAM.