Hace más de 2 mil años nació un niño tan pero tan obediente que dejaba que le pegaran en la otra mejilla.

Ese niño tenía un padre que verdaderamente podía hacerlo todo y aun así, por alguna razón, el padre todopoderoso decidió que lo mejor para su primogénito era la tortura.

Por otra parte, su madre no conoció más amor que el divino, se rumora que su cuerpo jamás fue rosado con caricias ¿se imaginan los dolores de cabeza y el mal humor que esto le pudo haber causado?

Pero sobre todo esto, el niño tenía lo suyo, podía transformar el agua en vino, despertar a los muertos, curar a los enfermos, caminar como la neblina entre la gente, flotar en el agua, multiplicar los panes, y hacer más milagros que cualquier Don Pancho en la feria.

Al nacer ya había sobrevivido un genocidio ordenado por el miedo que el virrey le tenía a las leyendas. Después, ya cuando estaba grandecito, el mismo imperio romano, con ayuda de los fariseos y demás vendepatrías, lo mató cruelmente entre ladrones.

Pudo en aquel momento pedirle a un ejercito de ángeles que bajaran por él, pudo derrotar al imperio más poderoso y liberar a los suyos con una sola palabra pero no lo quiso hacer. Sus razones son indescifrables como el masoquismo y el amor a la esclavitud.

Siglos después, el recuerdo de aquel niño estaba más vivo que nunca a tal grado que un rey en Constantinopla vislumbró la salvación de su pueblo y de su corona en aquella historia. Entonces, le encomendó a los hombres más sabios de la biblioteca que transformarán esa vida formidable en leyenda.

Desde entonces, nada ha sido igual y le decimos hermano.