Araya caminaba con premura por la calle adoquinada, erguida y firme, a pesar de que siempre iba cargada de libros y carpetas cuando se dirigía a su trabajo en la librería Perera de la esquina rosada, la llamaban así porque la librería daba a dos calles y la fachada era de color rosa. La librera, doña Maura Perera, era una señora mayor, y había heredado la librería de su padre; nunca había querido cambiar el color de la fachada por respeto a su padre. Araya era la única empleada y la librera la asumía como a una hija. Le permitía que cuando había poco trabajo se ausentara del mostrador y se dedicara a escribir. Disponía de un cuartito en la parte posterior donde había una mesa escritorio de madera de roble, vieja pero brillante porque la había barnizado, y la cuidaba como oro en paño. Araya, joven y esbelta, parecía una princesa de fábula, parecía como la de los cuentos que ella escribía. En realidad, no eran cuentos sino sueños que transcribía y transformaba en libros de fantasía que los clientes se rifaban cada vez que salía uno nuevo. Parecía que la incitaban, activaban y apremiaban para que escribiera porque estaban esperando para leer el siguiente, en especial en los días señalados como las fiestas de Navidad o las vacaciones de verano. A veces hacían cola para comprar el último libro.

Por las mañanas cuando llegaba tomaban el café juntas y tras organizar la librería se sentaba en la mesa de la trastienda, quedando doña Maura a cargo del mostrador. Araya antes de sentarse se miraba en el espejo de la pared posterior del cuartito, y la imagen del espejo era la de una princesa con melena rubia como el sol y ojos azul cielo, boca carmesí y piel nívea con mejillas arreboladas y sonrisa de perlas que, enamoraba a los lectores que compraban sus libros.

Doña Maura le había prometido que cuando falleciera, la librería sería para ella, pues no tenía hijos ni familiares directos que la heredaran, pero Araya no le prestaba mucha atención y le decía que eso estaba lejano en el tiempo porque lo que ella deseaba era escribir y compartir con ella sus logros, que no la podía abandonar, y por ello no quería hablar de eso.

Adal, fiel lector de Araya estaba prendado de la escritora y a veces la acompañaba hasta su casa; doña Maura se iba antes y ella se quedaba un rato más y se encargaba de cerrar la tienda; más de una vez se le pasaba el tiempo escribiendo y le daban las tantas en la trastienda con la puerta ya cerrada. Adal la esperaba leyendo en el banco de enfrente y con disimulo le decía que era por amistad, pero en realidad la amaba y no sabía qué hacer para que ella se percatara. Un día le relató el cuento del amante secreto, se lo sabía de memoria, y ella quedó prendada de cómo lo podía albergar con ese sentimiento tan verdadero. No salía de su asombro, y cuando llegaron al portal y él la miró a los ojos se le encendió la luz en su interior y se mostró muy nerviosa, trémula y jadeante. Él la abrazó y le confesó su amor escondido desde hacía tanto tiempo.  Entonces, observó todas las señales que Adal le había mostrado y se abandonó en sus brazos disfrutando de la belleza de sus sentimientos. Lo miraba y le parecía el príncipe de sus cuentos, moreno con ojos azabache que la hechizaba con su mirada fija y la embrujaba con su sonrisa;  la abrazaba con fuerza mientras le susurraba al oído palabras de amor que la erizaban. Se prometieron para quedar el día siguiente y para todos los días de sus vidas y, esa noche soñó de nuevo con “El amante secreto”. Se despertó agitada, deseando llegar a la librería y contarle a doña Maura lo que le había pasado con Adal y mostrarle lo feliz que se sentía con su amado. Se había enamorado, se notaba deslumbrada, ilusionada y afortunada de que Adal le transmitiera esas sensaciones. Al llegar a la librería risueña y feliz encontró a doña Maura preparando la cafetera como hacía todos los días, en el cuartito pegado al escritorio de la trastienda. Se sentaron las dos y Araya comenzó con premura a relatarle el encuentro con Adal; habló sin parar un buen rato mientras salió el café, se lo tomaron, y al ver que no paraba de repetir el cuento, doña Maura tuvo que tocarla y casi zarandearla para que volviera en sí. Se había quedado alucinada y doña Maura le explicó que había relatado todo el cuento de “El Amante Secreto”, que lo había leído y se lo sabía de memoria; que despertara y siguiera escribiendo, porque los sueños no siempre se cumplen. Ella no la creyó y pensó que con lo mayor que estaba quizá no recordara bien, y por ello le decía esas cosas. Estaba segura de que la historia era real, la había vivido y sentido, no era una quimera, y se lo demostraría por la tarde cuando llegara Adal y se sentara en el banco a esperarla. Pasó todo el día en una zozobra; las horas no pasaban y no pudo concentrarse en la escritura. Buscó el cuento de “El amante secreto” en el anaquel dorado, y se lo leyó de nuevo para comprobar que no se le hubiera escapado algún detalle que no controlara. Su asombro fue infinito cuando comprobó que doña Maura le había contado la verdad y el final del libro era exacto a como se lo había relatado. Unas lágrimas rodaban por sus mejillas y se percató de que se le había pasado el día y no había escrito nada. Se entristeció y un ligero temblor se apoderó de su cuerpo. Salió a la puerta a la hora convenida y esperó en el portal mirando al banco vacío, estuvo un largo rato con la mirada perdida, hasta que doña Maura cerró la puerta y, juntas y en silencio recorrieron el camino de vuelta a casa.


Isabel María Hernández Rodríguez (La Palma, España, 1952). Enfermera jubilada; Licenciada en Derecho, abogada; Máster en Escritura y Narración Creativa. Ha colaborado en diversas antologías y publicado en revistas digitales de interés literario local, nacional e internacional, con poemas, citas, relatos, cuentos, y relatos breves.