G

Una mano se desdobla en la penumbra: una que se tiende hacia mí y me ofrece su ayuda. Estoy aturdido y digo que no; que yo puedo solo: que no pasa nada. La mano insiste y no me queda más remedio que aceptarla. Es hasta que siento el jalón que me doy cuenta de que sí que la necesito.

—Ey, tío, ¿estáis bien?

¿Lo estoy? Me duele un poco todo y otro poco nada. Las palmas de las manos apenas me defendieron de la caída pero me arden. Y la boca. Siento los labios hinchados. El de arriba está especialmente adormecido y gordo. Además, el orgullo. Es el que lleva la peor parte siempre. Habría que hacerle un injerto de gato para que aprendiera a caer.

—Estoy bien.

—Jo, ¿pero qué te ha pasao?

¿Por dónde empezar la lista de lo que me ha pasado?

—No lo sé. Di vuelta en la esquina, choqué con alguien y suelo.

—Venga, vale. Vamos a ver qué te habéis hecho.

Se pone en marcha y me remolca hacia la farola más próxima. Hasta entonces soy consciente que su mano y la mía están unidas por no sé qué generosidad. Caigo en la cuenta que es una mujer quien ha venido en mi ayuda. Debajo del halo de luz, en el callejón, me examina con el tacto y la mirada azul. El cuidado que pone en explorarme es como la caricia de un gato amigable; de uno que apoya su nariz y los cojines de una pata contra nuestra cara. Cierro los ojos y me abandono a la ternura. No sé cuánto tiempo hasta que vuelvo a mi piel grasosa y al polvo. De la bolsa del abrigo aparece un estuche de metal pulido y de ahí saca una toalla húmeda y me limpia la cara.

—Son las de la regla —dice—, pero funcionan igual de bien.

Me río y se ríe. Nos conjugamos en el plural de luz y de la risa.

—Vais a necesitar hielo para ese labio. Menuda hinchazón. Venga, te acompaño a vuestro piso.

¿Acompañarme? No sé cómo es que puede desprenderse tan fácilmente de sus asuntos para involucrarse en los míos.

—Además, tío, te veis extraviao.

—¿No es un problema para ti?

—¡Qué va! Yo vivo cerca y supongo que tú también.

—Bamba.

—No sois de aquí, ¿cierto?

—No.

—¿De dónde sois?

¿De dónde soy? ¿De donde nací o de donde voy a morirme? ¿Donde he querido quedarme y me he tenido que ir, o viceversa?¿De dónde soy? Me tardo un mundo en contestarle así que antes de…

—Ah, vale, vale. Ya me contarás; que menuda hostia te has dao, tío.

—Perdón, sí, supongo que venía medio perdido o desorientado y…

—Naa, naa. No tenéis que explicarme. Además, que no está tan mal perderse alguna vez, ¿no?

—Supongo.

—Venga. Too bien. No hay otra forma si queréis conocer el mundo.

—¿Tú lo conoces?

—Tampoco te creas que demasiado, tío. He visto un par de sitios, y ya está; alguna vez en Latinoamérica, por los estudios, y, eh, vale, acá en Europa los vuelos son baratos así que sí, he ido a distintos sitios por acá. Latinoamérica, menuda fantasía…

Pienso en esa fantasía de la que habla. Recuerdo el mapa en la pantalla del avión. Ese continente separado de éste por un mar que parece el mal-viaje de una imaginación desquiciada: uno que no sabes, como Colón o Magallanes, si terminarás de atravesar.

—He tirao pa´lante, así como así, sin preguntar dónde está el piso.

—No hay falla: vamos bien, creo.

—Vale, que pronto lo sabremos.

Nos enganchamos del brazo y doblamos a la izquierda en la primera esquina. Bajamos por una calle larga y serpenteante hasta dar con un parque al que reconozco por esa toma de agua llena de stickers en la que uno, en particular, siempre me mira con especial intensidad: el gato con cara de trapecio invertido y mirada penetrante que, sin importar hacia donde camines, te sigue con los ojos.  Ella y yo vamos del brazo, a paso lento, tanteando las cosas: dejándonos guiar por su benevolencia. Otra esquina, ahora a la derecha, y luego de varias calles, una tercera a la izquierda. Llegamos al portal del edificio y me suelta del brazo.

—Te he reconocido, antes, de La Qarmita.

—¿En serio?

—Que sí, que sí. Ahí voy siempre con la María: curramos juntas; que te he visto ahí hace ya un par de veces. Sois muy tú.

—¿Por qué lo dices?

—Naa. El cabello, el pendiente, tu olor.

—Seguro huelo a pasuco, ¿no?

—¿Cómo dices?

—Nada. Es una pendejada.

—Ah, vale, ya me la contarás.

—¿A qué huelo?

—Naa. Ya te cuento.

—Bamba. Gracias por acompañarme.

—Naa, hombre, que ya te veré en La Qarmita una tarde de éstas.

—Va.

—Venga, no te olvidéis del hielo, ¿vale?

Me dice lo que me dice y me regala un beso en cada mejilla. De la otra bolsa del abrigo saca un bastón desplegable y el auricular que se cuelga en la oreja derecha. Se aleja lentamente hacia Ronda. La punta del bastón va narrándole en un vaivén los accidentes de la calle y del mundo que ella, supongo, conoce mejor que yo.

R

Del espejo asoman los rasgos, uno a uno, como reclamando una cara que les sea propia. Están cansados de habitar cualquier cara; cansados de no tener una en la cuál poder caerse muertos. La luz intensa me impide reconocerlos, pero luego de un rato los ojos grandes, al fin, miran cómo despunta la nariz con su tabique desviado a la izquierda, y la boca breve, esa línea recta abierta en una mueca espantosa que intenta sonreírme.

Qué difícil es hacerlo sin burla ni desprecio. Una sonrisa libre de emociones malsanas que suavice la cara y que la vuelva abordable, sonreíble, y que nos acompañe a recorrer el mundo con una actitud distinta a la de aquél que, embrutecido, obedece y va hacia delante nada más porque sí; que pela los dientes en un gruñido o va abriéndose paso con la amenaza, siempre latente, en esa sonrisa ambigua virada un par de rayas hacia la mofa y apenas dos más, hacia la crueldad.

Una cara como la de ella en donde los ojos miran hacia otro lado, siempre, y  que al reconocerlo todo irradian la confianza necesaria para afrontar este mundo que estamos llamados a recorrer andando y desandándole sus esquinas, sorteando los accidentes y los peligros que entraña; mirando los abismos y sus veleidades que habrán de proyectarse en la cara de los demás, cuando no en la crispación horrorizada o en la feliz gesticulación de nuestra propia cara.

A

Una silueta penetra en la membrana de luz: evanescente, pero de contornos definidos. Apenas tiene panza y su estatura no excede, en mucho, a la de un refrigerador común. Ella sabe a quién pertenece, quién es el responsable de bañar y alimentar a esa silueta: de oponer resistencia, mientras se pueda, a la curva inexorable de la espalda. Ayuda la mezcla de tabaco y de café, el agua de colonia que huele a flores de manzanilla y bambú. La amiga, confiesa después, también ha hecho su parte: ahí viene, Lupe.

Antes de entrar a La Qarmita las veo trabajando en la mesa de siempre.  Empujo la puerta de madera y vidrio, saludo a la distancia al chico de la barra y voy hacia ellas con las manos llenas de anhelo. Me invitan a sentarme así que arrastro una silla y sin pensarlo mi cuerpo se orienta hacia esta mujer. Hay que oprimir el botón para que venga el chico y me tome la orden. Ellas están bien de modo que pido lo que ya se va volviendo una costumbre: un americano, con carga extra, por favor.

Un par de tazas después la María recibe alguna señal y luego de fingir una llamada va y vuelve sólo para tomar sus cosas y despedirse. Claro que ha sido un gusto. Chao, guapos. Su amiga también es bella de esa belleza olvidable de todos los días. En cambio, la de esta mujer, es, en efecto, otra, una belleza diferente, de una luz distinta que ilumina tenuemente el rostro en donde los ojos, antes que mirar,  te tocan con su suave caricia; que en su lento ir y venir registran con precisión los contornos de la silueta que se le ha plantado contra la ventana.

Sus manos leen las cosas sobre la mesa y sobre el mundo. La taza, un plato redondo, una cuchara, la servilleta extendida plácidamente y sin mácula; mi propia mano que hace que su mano, sin sobresaltos, se reponga de la sorpresa sólo para continuar su exploración. Las cosas se dejan tocar por esas manos y es así que al entrar en contacto las unas con las otras se cuentan cosas al oído. Cuando mi propia taza y mi plato han encontrado su lugar en la mesa, vuelve su mano a mi mano, fugaz, y con la punta de un dedo le dibuja, en el dorso, esa carita que sonríe.

Sonreímos.

Las palabras que salen de mi boca, dice, tienen un color y una dimensión, tienen un peso y una textura distintos a las palabras pronunciadas por otras bocas. Me halagan los matices que dice encontrar en mis palabras, pero más me gustan  los matices que es capaz de descubrir en las cosas. Esta forma suya de mirarlas, es, quizá, uno de los rasgos que más me conmueven de esta mujer con la que me he quedado a solas hasta que la luz de la ventana, aprovechando cualquier distracción, se ha ido sin decir adiós.

Después, todo es volver al aire y al silencio dichoso del que por ahora ya no tiene mucho que decir. Como ella, como yo, que luego de pagar cada cual su cuenta, del brazo nos vamos por ahí, doblando en las esquinas y los callejones, dejándonos llevar por las cosas que el atardecer acaricia con su luz insondable.

N

Le digo que es bueno que el champú no tenga sal por si un día hay que comérselo. Ella se ríe y me jala el cabello. Máquina, que estáis hecho un cabronazo, dice.  El agua tibia de la bañera nos llega hasta los hombros. Las puntas de sus dedos me regalan un masaje al ralentí en el cuero cabelludo. Esa etiqueta de letra pequeña en varios idiomas es difícil de leer.

—¿El que sea cruelty free ayuda a que sea más caro tu champú caro?

—En parte, sí: es que no lo testean en animales.

—Bueno, lo prueban en nosotros. ¿Esa crueldad no cuenta?

Ella ríe y me aplica una llave deslizando el brazo izquierdo alrededor de mi cuello y empujando mi nuca con el otro. Me defiendo haciéndole cosquillas en un pie. Por fin me suelta y puedo respirar ese aire recargado de papaya, coco y extracto de plumeria.

Dice que un largo tiempo tuvo que usar champús al gusto de los demás. También la ropa, los amigos, la vida; todo lo que cupiera en esa miserable palabra de apenas cuatro letras porque eran los demás quienes sabían qué era y qué no era lo más conveniente para vivirla. Por eso, añade, escapó a la universidad, primero, y después, con la ayuda de alguna, se fue más lejos para ponerse a salvo de la tutela y el control al que otros llaman amor.

Me gusta el olor festivo de esas flores y esas frutas que se dan en el clima tropical del baño. Su pierna izquierda sale del agua y se estira, perezosa, sobre el borde de la bañera. La rodilla virada al rojo evoluciona en un hueso largo y regular que se transforma en un pie con ese dedo gordo que en realidad es flaco y largo, como los demás, respingado hacia el techo. Desde allá, condensados en el cielo de azulejos, llueven goterones de agua limpia que en su rodar hacia nosotros se enfrían y al contacto con esa pierna izquierda erizan su piel. Mi boca demanda esa piel, el hueso, ese dedo gordo que en realidad es flaco y que apenas aguanta un par de mordiscos antes de sumergirse en el agua otra vez. Agarro aire, giro y me sumerjo en la bañera. Mis labios perpendiculares a los suyos empujan el aire contra la comisura superior. Emerjo para agarrar más aire, me sumerjo y va de nuevo. Sus piernas se abren en flor y mientras salgo y entro, siguiendo puntualmente su guía, mis dedos entran y salen de su cuerpo: el más largo lo hace por atrás, sin ir más allá de la punta, y el índice, por delante, traza algunos espirales con la yema sobre la piel fibrosa del interior. Adentro y afuera, más lento o más rápido; un poco más adentro. ¡Ahí! El acondicionador sin sal con aloe y glicerina revela otros usos igual o más eficaces. Adentro. Más. Venga. Más. Así. Así con esta oralidad que alterna velocidades con profundidades más alguna exageración; los ritmos y compases con gemidos sordos, su discontinuidad y el suspenso, luego, el espasmo: el grito ahogado. Así hasta que las burbujas más grandes y redondas se transforman en éstas más pequeñas y veloces que salen en tres tiempos atropellándose en su vertiginoso burbujear. Me lavo la cara en esa agua nueva y dorada que nace de la comisura de sus labios. Salgo a la superficie y nos besamos como si estuviéramos a punto de ahogarnos, uno en el mar del otro, que no es otro más que uno en el que las aguas han confluido hasta derramar la bañera.

A veces los secretos mejor guardados están a la vista de todos. Basta con darle medio giro a las cosas y leerles la etiqueta. Si el primer ingrediente es el mismo que aparece con letras grandes al frente, llévatelo.

—Llévatelo, tío, aunque sea más caro. Tu cabello te lo va a agradecer.

A

En parte, Lorca tiene razón: el Hipercor puede ser ese incensario lleno de deseos en donde pasamos la tarde luminosa y clara, buscando champús. Estoy enganchado a su brazo pero esta vez ella se desengancha y me da la mano. Traspasamos el umbral. La franja alfombrada y el aire cálido de frontera mediterránea nos dan la bienvenida. Atrás se queda el frío de aquellos cerros en el horizonte. Lo primero es la sección de ropa para dama. Nos detenemos a ver algún vestido corto que nos hace creer que la primavera llegará algún día. El vestido le queda muy bien: promete unas ganas locas de quitárselo apenas se lo haya puesto. Desde que empezó a mandarse sola, dice, su gusto se volvieron los vestidos cortos, algunos centímetros arriba de la rodilla. Opino que es una decisión estupenda. Tanto o más como la de quien sea que decidió colocar los chocolates a la vuelta de los vestidos de primavera. Unas barras gigantescas a precios irrisorios. Bien podría dedicarme al tráfico de chocolates hacia Latinoamérica si no fuera porque ya ando traficando dialectos con sus gerundios impresentables. La envoltura dorada de un Lindt reduce a la sombra el pasillo entero: si en algo somos el mismo animal crédulo y esperanzado es en el amor por el chocolate. Lo demás qué. Sin mediar ningún cálculo echamos barras y barras en la canastilla con ruedas. Para ella son las de leche y para mí los chocolat noir. No hay felicidad sin el retrogusto de la amargura. He ahí las coordenadas para dar con el centro, ese punto en apariencia superfluo, apenas suficiente para mantener el balance de este andamiaje de objeto imposible que es el amor. Una escalera eléctrica se abre de frente y subimos a la planta baja. Descubrimos unicornios estampados en playeras de niña, en llaveros y en lámparas de buró. Ella no se puede resistir. Y no tendría por qué. Mientras sus manos se llenan el tacto de aquella música de fondo, mis manos lo hacen con las frías latas de Alhambras de a medio litro. ¿A quién le importa si las cervezas van junto a los unicornios? Hemos venido a por champús, dice ella. Uno para cabello lacio tipo uno según la taxonomía de Verdú y otro de rizos tipo tres para ella. No viene al caso decir que algo anda mal. No nos damos cuenta porque uno no está para darse cuenta de eso, y menos en presente. Hemos venido por champús, y ya está. No para señalar los fallos en la lógica del mundo y mucho menos para corregirlos. Somos parte de esa generación feliz de los que queremos recorrer el mundo, no cambiarlo. ¿Dónde están los champús? Los carteles dicen por dónde pero al ir hacia allá salimos por acá. Unos yogures de limón son otra novedad que me sorprende al igual que el precio de estos lácteos de vaca feliz que por muy feliz dudo que lo sea más que yo en este presente que no arruinaré dándoles explicaciones. Luego de bajar por otra escalera infinita damos, de lleno, al pasillo vacío en donde las góndolas están desnudas: como si una pandemia se aproximara; como si el fin estuviera cerca. Preguntamos qué es lo que sucede a la señorita de chaleco verde que amablemente nos ignora. Reímos. Yo haría lo mismo si fuera esa señorita: el amor de los enamorados es intolerable si uno queda al margen de ese plural. Pero ya se les acabará el amor, pareciera advertirnos con esos hondos suspiros de animal decepcionado. Pero entre que el fin está próximo o no, damos con las cajas y pagamos, no sin sorpresa, los cincuenta euros que dicen que nos hemos gastado. Este cubo para el incienso ha salido muy caro y, por supuesto, los champús, bien, gracias.

D

La otra noche volví a la calle, solo, y fui hacia la orilla de la ciudad. Entre más me alejaba del centro y su laberinto de  callejones, más triste y sombrío se iba poniendo todo. De pronto me entró el temor de que, como dijera algún escritor idiota, las pesadillas se volvieran realidad. Pero yo quería ensayar la despedida, necesitaba aprenderme el camino: anticipar lo que sentiría al llevar conmigo la maleta e irme, para siempre, de esta ciudad.

¿Sería capaz de hacerlo?

¿Para qué se habrán inventado las calles si no es para caminarlas hasta dejarlo todo atrás? En la orilla vi un grafiti que decía Adiós más el nombre de esta ciudad y junto a sus letras había un animal con la cara melancólica en la que quise reconocerme. Los muros de la estación de autobuses eran el lienzo en donde brincaba uno de los ojos de ese animal a punto de llorar.

Entré y fui a las máquinas expendedoras. Introduje las monedas y recibí a cambio un horario, una fecha, un destino. Al parecer sí que sería capaz de largarme. Dos noches después tendría que hacer este recorrido en serio: la pesadilla cumpliría su encomienda de volverse realidad para quien la engendra. Guardé el boleto y, al salir, la calle desierta me esperaba sentada en una banca.

Encendí alguno de los Marlboro que seguían con vida y caminé en paralelo a las vías del tren. Tal vez el mundo se había acabado y yo, por andar haciendo un drama de cualquier cosa, no me había dado cuenta todavía. ¿Qué tal que una pandemia nos había matado y el fin del mundo era la gran pesadilla que había terminado por cumplirse para todos? ¿Y ahora qué? ¿Quién lloraría por nuestra ausencia? ¿Ella lo haría cuando yo me fuera? ¿Yo lo haría por ella? Ser el soberano de una ciudad después del fin del mundo me brindó algún consuelo. Después de todo, no era una sensación extraña para quien recorre las calles, a pincel, una madrugada cualquiera.

Encontré mi edificio y subí por el elevador. Me sostuve la mirada en el espejo, pero no pude llorar frente a mí. Entré en el departamento, bebí un trago de mezcal y me fumé otro cigarro en el balcón. El aire frío del fin del mundo me congelaba la cara y las manos. Mis ojos ya no lograban distinguir las montañas en lontananza. El horizonte se reducía a una pared desnuda a tres pasos de mis manos ateridas y muertas de frío. El mundo había sido evacuado y nadie había tenido la amabilidad de avisarme.

A

Y para decir adiós, los aretes.

Es en este subir y bajar escaleras y callejones tras la antigua puerta de entrada a la ciudad. ¿Dónde si no? Los árabes y este rumor de voces, cantos y  plegarias que a pesar de los esfuerzos del laúd, del tañer de la pandereta o el tar, suenan a puro lamento. Las calles y sus mosaicos, las tiendas abiertas, sus baratijas y los recuerditos. Esos pedazos de vida que luego habremos de reordenar más o menos a nuestro arbitrio restaurándonos así un segmento del pasado; ese que volveremos transitable si algún día queremos andar por sus calles que no serán otras que las calles por las que iremos despidiéndonos de todo.

A por los souvenirs que allá los llamamos de otro modo. Partes, piezas sueltas, si se quiere falsificables, de un pasado que supondremos alegre porque logramos venir hasta acá, un rato al menos, y escapar de lo de siempre para darnos el lujo de compararlo con lo otro, lo distinto, y de preguntarnos si uno y otro no son lo mismo al fin. Este llavero de I love Granada o aquel monedero con la mano de Fátima protegiéndonos de nosotros mismos serán evidencia de que, en efecto, hemos salido y que nuestros ojos y nuestras manos se han entregado a otras calles y a otros cuerpos.

Además de esta palabrería, echaremos en la maleta las tazas de café con el nombre  de esta ciudad y los cuadritos de cerámica que al encontrar acomodo darán el sustento a un recuerdo grande o no tanto; sólo uno en su justa dimensión habitado por ríos que dan oro, murallas reducidas a la nada, minaretes y hexágonos de jena tatuados en la piel de los instrumentos de percusión: ya podrás ir imaginando el aturdimiento al fondo, la algarabía de los pájaros, este relato falaz que habré de vomitar a la menor provocación. Bla, bla, bla. Seré parte de ese club distinguido que ha recorrido el mundo sin preguntarse si se podía hacer algo más por él.

Y para decir adiós, los aretes.

Uno para ella y otro para mí. Estas gotitas de madera cromada de añil y oro. Un pacto, materializado con este abalorio y su glosa de centellas, que habrá de recordarnos que fuimos par, ya no sabremos muy bien cuándo ni dónde; y que vivimos un momento digno de vivirse por unas calles, escaleras y callejones; y que con mucho gusto repetiremos si para entonces ya hay un mejor invento que la demencia: uno que sea capaz de traernos el pasado al presente y nos permita, otra vez de la mano, recorrer estos viejos y felices lugares que serán nuevos por segunda vez; que nos permitan volver al elevador, al departamento, a la tina de baño, para, ahora sí, no volver a separarnos aunque se me acabe la visa de turista o el dinero de mamá.

Im alive.

Im dead.

Im the stranger.

Killing an arab.

 


Víctor M. Campos (CDMX, 1976). Se formó en el Taller Levreriano de Escritura Creativa, dirigido por Carmen Simón. Es licenciado en Docencia del Arte y, además, cuentista publicado por el Fondo Editorial de Querétaro y por distintas revistas y plataformas como Monolito, Bitácora de Vuelos, Anuket, Ipstori, Interliteraria, Gacetilla Filología, etc.