Debería tener un listado de buenas excusas para no escribir algo que se le parezca al mes patrio, en absoluto. Hablar y no hablar son derechos que otros ganaron por nosotros. No puedo festejar, nunca me dieron ganas de hacerlo; tampoco me gustan los puentes, sólo los que atraviesas en medio de alguna ciudad húmeda o desierta. Mi ánimo es como un trapo que arrastro por la tierra del puerto donde vivo, un trapo largo, reseco y triste. Vagamente recuerdo que cuando era alumno, en la Licenciatura, mis ánimos estaban renovados día con día. Escribí algo parecido a una fábula donde intenté, inútilmente, inspirarme en un trozo de obsidiana como identidad perteneciente a esta latitud. Fue tanta la emoción adolescente e ingenua, que debía encontrar un poco de humor negro e ironía, sino me pudriría de felicidad. Ahora ya no siento si quiera que esté podrido. No le encuentro utilidad al hecho de «madurar» y caerse del árbol para podrirse. Solamente pongo en movimiento mis ojos y mis manos.

En el fondo no me permito renegar hasta el delirio de esta tierra que me ha dado lumbre en el rostro, o en el pecho, o por lo menos en los intestinos por su comida increíble. Pero renegar, aquí, debe tener su límite; en especial cuando se tiene a la mano la tecnología para patalear digital o seguramente, sin que el Sistema nos alcance para estrangularnos. Pero sí, debo aceptarlo: Me ponen la piel china todos esos templos ocultos por la selva, todas esas almas y sacerdotes que se esconden tras vegetaciones vetustas. Tengo una especial obsesión con la música, o con lo mínimo que algunos informantes han recopilado para simular los sonidos que tocaban y escuchaban. Aromas, mezcal, olas, peyote y constelaciones, candelabros, oyameles, tlayudas, cielos… Artesanías… Las manos, los ojos, el ingenio y la creatividad. ¿Por qué la artesanía mexicana es la más increíble que existe en el universo? ¿Por qué? ¿Qué cataclismo se ha volcado en nuestra geografía e historia para colorear un mosaico de tan extravagantes proporciones?

Me viene a la mente, irremediable, el poema «Alta traición» de José Emilio Pacheco. Yo tampoco amo mi patria. No la puedo amar, o no me educaron para amarla. No se puede amar un montón de ruinas humeantes… ¿o sí? ¿Qué se puede hacer con un gran montículo, una despiadada pira de cuerpos estudiantes, civiles, obreros y confundidos? ¿Qué pasó con la memoria en este país? ¿Quién recuerda alguna nube infantil, infinita, sobre el casi árabe templo de María Auxiliadora? ¿Olvidamos, creemos que ya olvidamos? ¿Dejamos nuestros cerebros enfriándose en el refrigerador, para salir a la calle y tropezar con más cuerpos, con más pedernales invisibles?

Busco y rebusco el texto prometido, pero nada. Pronto vuelvo a leer una carta, una serie de manuscritos que he encarado ante la cortina de humo: la libertad… Mi lógica debería desechar estas ideas, pero sin un punto de ilusión, el hombre está sencillamente muerto: ¿Qué significa la libertad, hasta dónde podemos realmente ser dueños de nuestros deseos, de nuestros pensamientos, si ya venimos programados, si ya venimos con un sistema de vida que se mezcla con el actual, si es que se mezcla, si es que le permitimos mezclarse? ¿En qué punto debemos aceptar la vida que habitamos y en qué rendija exacta embonar los tramos de la red universal? Porque me queda claro que existe una red, una telaraña que nos une a todos nosotros. Hasta la mesa tiene electricidad o algún tipo de energía: la simple funcionalidad que propaga nos debería hacer entender que el pensamiento se materializa. Pero aquí tenemos manos y ojos atados, asfixiados por el miedo. ¿Por qué se tiene tanto miedo de ser lo que se es?