Siempre le he tenido respeto al mar. Desde que recuerdo, se me dificulta enormemente introducir mi cuerpo al torrente oceánico y abrir los ojos tranquilamente, sintiendo la sal en las pupilas. No puedo clavar mi cuerpo a la ola, hay algo más allá que tiene a mi cuerpo presa del libre movimiento de arrojarme. Prefiero irme acercando al agua poco a poco y siempre de pie y muy consciente de todos los movimientos que hago. Siento el agua en mis piernas y acepto la invitación de la costa: impulso mi vientre y pecho a su guarida, pero nunca mi cabeza al principio de la ejecución.

Mi madre me ha contado que cuando era pequeño, una tía y su amiga me obligaron a entrar al mar, no tomando en cuenta la minúscula interpósita de mi opinión. Confieso que sentí una rabia inexplicable; me aferraba a sus vestidos satinados con una furia desatada. Conocí el mar de la peor manera: me deslumbró su marea metálica ahogando mi inexperta garganta. Llegaron a rescatarme de la ola en la que me encontraba atrapado, pero el aprendizaje se había grabado de una manera mórbida en el subconsciente.

¿Quién inventó el mar?, ¿o quién inventó el miedo al mar? Después de años de ir a la playa, de haber aprendido a nadar en albercas, después de introducir la cabeza casi hasta el fondo en los aljibes consultados; aún sigue en mi memoria ese doloroso pasaje que se afianza al descubrir que aún no he podido hacerme una flecha en la ola. Otra ridiculez es que soy demasiado grande como para no poder superar el miedo. El niño ya creció lo suficiente y el adulto que soy por fuera, no ha granjeado el valor necesario para tomar el coche, ir a la playa más abierta, esperar la ola más violenta y lanzarse como aguja a recuperar una confianza perdida. Es ridículo, lo sé; sin embargo, el miedo me hace sentir vivo, creo que si no tuviera ese sentimiento, no vería el mar como un ente misterioso, enigmático. Creo que el miedo también transforma las cosas, las lleva al límite de lo finito.