Era obligatorio dejar pasar la vergüenza y aceptar que la sordera y yo éramos casi inseparables. El olvido de pasar el cotonete a diario, tarde o temprano ocasionó que las conversaciones me resultaran susurros y los gritos un canto sin voz por adivinarse a mis escasos dieciséis años, hace varios ayeres.

Parecía que todo estaba en mute y el cerumen habitaba en mis orejas como una mascota que buscaba ser adoptada en el hogar de mi oído. Simplemente no había espacio para una circunstancia de ese tipo, era eso o dejar que las malas interpretaciones se adueñaran de mi vida o un famoso, ¿eh? al finalizar cada una de mis frases, luego de quitarme el audífono con la melodía en turno a todo volumen que apenas me permitía concentrarme en la ejecución de sonidos e ignorar los miles de mundos que se construían allá afuera con sirenas, gritos, canciones espantosas, claxon, anuncios publicitarios y vaya a saber qué más.

Los coros de sonidos competían por adentrarse en mi cuasi sordera. No suficiente con eso, una nube comenzaba a fundarse en el caracol de mi oído. Esas ondas sonoras perdían fuerza y a duras penas se transformaban en impulsos eléctricos, capaces de decirme donde estaba.
Ya era tiempo. Acudir a una limpieza de oído era la solución. Las torpezas del olvido me llevaron a consultar al médico en turno. —Pásele señorita— dijo, con un tono reverencial, como si le diera gusto atenderme, siendo que era la primera vez que coincidíamos en una circunstancia como ésta.

A regañadientes, la omisión fue confesada. Agua, jeringa, pinzas y un vaso viejo del Oxxo, se encontraban listos para el próximo paseo en las orejas. Posibles terremotos en la cabeza en forma de mareos o ganas de inundar de vómito al momento, fueron las únicas advertencias que debía tomar en cuenta para lo que se aproximaba.

Una mínima cascada invadía al oído medio como si fuera un tornado produciéndose y terminara con los habitantes de la cera, incrustados por una pinza en ese recipiente café. Sonido en blanco, una paz emitía audio quality después de tanto inventar ruidos que me ayudaran a entender que era lo que estaba pasando. Ahora la tormenta visitó el lado izquierdo. Algún mareo estuvo por hacerme caer de la silla y averiguar que otros universos se ocultaban debajo del suelo. Resistencia, no más.

La tempestad seguía, mientras la jeringa me susurraba una claridad cada vez más notable. Con tan solo escuchar podía ver el mar y algunas siluetas acercándose a mi paso como para darme la bienvenida a un oasis sensorial. De repente, una concha marina reflejó los sonidos del exterior, ahora podía percibir a detalle hasta el más mínimo ruido.

Al final de la limpieza todo era perceptible, incluso una caricia verbal por parte del médico cuando me preguntó, cual si fuera una niña, cuanto hacía que no me limpiaba las orejas y me confesó alguna beldad que descubrió en mis ojos.

—Algunas semanas— le dije.

Al salir del consultorio reparé en que escuchar con los ojos es una aproximación hacia el sosiego. Escuchar con los ojos es tejer imágenes que los sonidos producen mientras el cerebro se encarga de plasmarlas como si fuera un film a punto de estrenarse por primera vez.


Alicia González Castro (Nace en Tijuana ) es Licenciada en Comunicación por la UABC. Ha publicado dos poemarios: Inventario de ilusiones de editorial Exitir y Random Random Poemas para leerse en desorden de Ediciones Cantarsis. Asimismo ha compartido su trabajo creativo en el portal Sin Embargo, la revista TijuaNeo, colaboradora de Enlace Extra, filial del periódico San Diego Union Tribune, y en Hoy lo leo.