En memoria de José Eduardo Ravelo

 

El Güero Pato se pavonea sobre la plaza principal de la granja La Esperanza, las plumas de sus costados finamente pintadas de amarillo resplandecen ante la luz solar que emerge de las tinieblas para dar la bienvenida al calor húmedo de otoño y levantar bochorno por la lluvia matutina. Ríe, juega, mueve el cuello coquetamente, da los brinquitos que le permiten sus cortas extremidades y planas patas; se le ve extraño, corre zigzagueante, lo que llama la atención de los demás animales de mirada distraída que deambulan parsimoniosamente por el lugar. El gozo del plumífero es frenado por varios caninos. “Otro forastero anómalo”, “le enseñaremos buenos modales”, ladran entre si antes de meterlo en una jaula, incrustada en la plataforma de una carreta que es jalada por dos caballos negros azabache, de cuello largo y grueso, cola larga y peluda, orejas cortas y erguidas y patas relativamente largas, que terminan en pezuñas. El polvo que levanta el vehículo se lleva todo recuerdo.

Nadie extrañó la ausencia del Güero, de quien poco se sabía ya que hace menos de dos lunas llenas fue visto por primera vez en la terminal de carruajes La Esperanza, bajando de una carroza proveniente del poniente. De su mamá se supo días después de la detención. Luego de una pesada travesía desde la Costera, su granja de origen, encuentra a su hijo en el Gallinero, en un corral al aire libre colindante con el lago La Esperanza. Estaba recostado en una esquina, sobre un lecho de paja, con los ojos entreabiertos, algunas alas desgarradas, huellas de colmillos por todo el cuerpo y emitiendo un lastimoso graznido. Lo acompañaban patos, gansos, pájaros, gorriones, loros y halcones que graznaban, gorjeaban, parloteaban en voz baja.

— Lo lastimaron y todo por qué, por ser diferente —grazna Patricio Pato a la mamá del Güero—. Los caninos se ensañan con nosotros, nos miran con recelo, nos muerden por cualquier pretexto, y solo porque tenemos alas y no somos aves de corral.

— A muchos nos acosan solo porque no somos oriundos de La Esperanza, nos dicen animales de paso —parlotea a su vez Francisco Loro.

— Pedimos un trato igual, todos somos animales, no somos revoltosos y ladronzuelos como los gatunos, ni agresivos como los caninos, somos diferentes, respetuosos de los demás, solo queremos vivir en paz, para eso venimos a esta granja —apunta Patricio, un pato Anas de gran tamaño, de cabeza y pico verde y plumas cafés claro con una franja de morado; el primer migrante en llegar a la granja y muy respetado por las demás aves.

Al ver delirando a su hijo, la pata decide llevar al Güero a urgencias de la Veterinaria  Pública con la ayuda de algunos plumíferos.

— Escupía sangre, y no podía moverse ni levantarse de la cama, por eso lo traje, —argumenta la mamá del pato a Alicia Gallina, quien tras escribir los datos del lesionado lo ingresa.

La gravedad de las lesiones no pasa desapercibida al olfato de un par de pastores alemanes, que por medio de gruñidos le toman la declaración al Güero:

— Me agredieron y me violaron unos caninos después de que me subieron a una carroza azul celeste con franjas blancas —parpa con voz apesadumbrada el herido.

— ¿Hablas de los Pit bull de la Casa Principal de la granja?, ¿cómo que te violaron los encargados de la seguridad? ¿No será que te gusta empollar huevos?, —responde con un ladrido uno de los pastores.

— ¡Aunque lo fuera, nadie tiene derecho a golpearlo y violarlo!, —grazna fuertemente a su vez la mamá pato.

A pesar de las atenciones médicas, el Güero muere a los pocos días de haber sido ingresado. La necropsia revela que la causa de muerte es síndrome de destrucción orgánica múltiple y politraumatismo, es decir, a consecuencia de mordidas y golpes recibidos. En letras pequeñas señala que su ano presenta huellas de perforación. Los pastores alemanes prometen iniciar una investigación judicial.

En el velorio, en el corral del Gallinero, no hubo palabras, todos tenían nada que decir, el difunto no tenía polluelos ni pata que le grazne en la granja, solo su mamá lloraba culpando entre sollozos a los caninos, mientras que unos ojos rojos que brillaban más allá del cerco los miraban desconfiadamente, amenazadoramente. Eran los Rottweiler custodios del granero y los Pit bull de la granja.

En un hecho que quedará grabado en los anales de la granja, al día siguiente la mamá del Güero rompió la tranquilidad de los animales. No respeta nuestras tradiciones, la desprestigia el Diario La Esperanza. La pata hace oídos sordos y acusando a los caninos de la muerte de su hijo, desafía a las autoridades y planta el ataúd en el zaguán de la Casa Principal, frente a las puertas custodiadas por media docena de Pit bull de garras y colmillos afilados.

En una granja donde los animales gozan de una tranquilidad inusual en una comarca donde los depredadores han sembrado inseguridad y temor, los eventos que ponen en riesgo la seguridad son rápidamente difundidos y distorsionados. Los animales de la granja se miran extrañados, incrédulos, sus oídos no pueden dar crédito a los rumores de la muerte de un animal por agresiones de los caninos encargados de mantener la tranquilidad, en el lugar más seguro de la comarca. ¿Segura para quién?, se preguntan. Poco a poco se acercan los animales, la tensión en el aire es densa, se pega a la piel por el húmedo calor de otoño. Se miran con recelo, mantienen la distancia por un virus que circula en el ambiente y se roba el aire de los animales; pero el miedo viene de más allá, temen perder la tranquilidad en que viven ante los excesos de quienes deciden lo que es seguro. Es para nuestro bien, alegan los porcinos y vacunos. Abusan del poder, murmuran las ovejas, gallinas, patos, ratones y aves migratorias.

Orlando Tortuga es de los primeros en llegar, dicen que desde que se informó de la muerte del palmípedo inició su travesía, hace poco cumplió más de cien años de edad y no es tan rápido como antes. También es considerado el más sabio de la granja, todos los animales juran que intuye las cosas, como este acto de protesta de una madre despechada; lo que le permitió iniciar su camino antes de que se hiciera público, para ser de los primeros. Con la misma parsimonia con que llega, se acomoda entre la paja acumulada en la esquina del ataúd simple en el que reposa el Güero, de tablas de pino laricio sin pulir y carente de adornos, incluso del nombre del difunto.

Los animales se mueven de un lado para otro. Don Benjamín Búho y Francisco Loro, de los pocos que tienen memoria de largo plazo, recuerdan las leyendas más funestas de animales que murieron, al ser mordidos y desgarrados por los caninos, cuando fueron detenidos.

— ¿Te acuerdas de Gaspar Pez?, —comenta don Benjamín—. La leyenda dice que detenido en la extensión costera de la granja, según por vender drogas, y falleció en la carroza de los pit bull por broncoaspiración, aunque Alicia Gallina señaló que fue por mordidas y traumatismo en todas partes del cuerpo, y como forense veterinario nunca falla.

— No es el único detenido que muere por tortura canina —apunta a su vez Francisco—. ¿Recuerdas a Santiago Cuervo?, al que se le iba la chaveta. Murmuran que también murió después de ser detenido por los Pit bull, y hay muchas más historias como Ronald Gaviota …

— Pero ahora los involucrados son los Rottweiler, esta es otra historia, no me busquen tres patas que tengo cuatro —interrumpe burlona Cristina Vaca quien le gusta mordisquear por todas las secciones de la Granja.

— Lo lastimoso es que esas muertes siguen impunes —grazna con dolor Patricio.

— Con su recuerdo resquebrajan la tranquilidad de la granja, luego porque no los quieren, si no les gusta regresen a su terruño —mugue Cristina mientras se aleja rumiando; como todos los vacunos y porcinos, presume de memoria corta, de la mediana y a largo plazo ni se acuerda, solo producen dudas y atentan contra la tranquilidad.

— Pero dicen que son más de veinte los animales muertos por caninos —bala Iris quien no se puede quedar callada—. Qué curioso.

Los berridos, gruñidos, cacareos, rebuznos, mugidos, relinchidos, aullidos, entre otras voces de los presentes cesan al salir Mayor Gallo de la Casa Principal, con la crespa en alto y las multicolores plumas de la cola levantadas. Su mirada  es pícara y su sonrisa maquiavélica, su cacareo retador, camina erguido, como de garritas.

— ¡Justicia!, ¡justicia a mi Güero! —clama la mamá ante el creciente murmullo de las aves de corral, ovejas, conejos, abejas y del piar lastimoso de un grupo de pollitos que con rumbo extraviado huyen de las patas de la mamá gallina, para esconderse entre los pilares de madera de la casa principal, donde se acurrucan seguros de que no serán pisados. Los llamados genéticos tampoco pierden detalle: Miguel Premio, acompañado de sus tres compañeros porcinos Justino, Óscar y Juan, todos vestidos de chaleco y corbatas negras sujetas por un prendedor de oro; y Juan Medallas, el semental Brahman que siempre está acompañado de su séquito de vacas y becerros, solo Cristina Vaca le gusta rumiar por otros lados. Como si se pusieran de acuerdo, los genéticos lanzan una mirada juzgadora a la mamá pato desde el patio de la casona. De reojo, don Benjamín los mira críticamente.

Aparcados a la sombra de un árbol relinchan los dos caballos de tiro que jalaron la carroza fúnebre con el ataúd a las puertas de la casa principal, también son los encargados de tirar las carretas de los cuerpos de seguridad de la Casa Principal y el Granero.

— Tan bien que se le veía y ahora está muerto —dice quedamente Hugo a su compañero Paco.

— Te digo que yo escuché unos graznidos, unos lamentos, unos quejidos —responde Paco.

— Dimos dos viajes y ya no recuerdo bien —señala Hugo.

Gallo Mayor, extrañado por la petición de la pata y molesto por tratarse de un animal que no es de La Esperanza, se detiene un momento a esperar la llegada del jefe de seguridad de la Casa Principal: Sultán, un Mastín fornido, de cabeza redonda, orejas pequeñas y caídas, boca rasgada, dientes fuertes, cuello corto y grueso, pecho ancho y robusto, manos y pies recios y nervudos, quien con sus ojos encendidos le gruñe en secreto al oído. Detrás llega el administrador del Granero, Triates, un carnero que en los últimos años se ha robustecido al dejar de cuidar a las ovejas; el trabajo ya no me lo permite, se excusa.

   — De acuerdo a la información que tengo —cacarea Mayor—, el Güero no fue detenido por los Pit bul de la Casa Principal, sino por los Rottweiler custodios del Granero quienes lo subieron a su carroza amarilla con franjas azul celeste, aunque aún no tenemos nada confirmado. ¿Sabe usted señora pata que raza de caninos detuvieron a su hijo?

— No… — grazna tímidamente.

— ¿Y los sofisticados canarios amaestrados que están en todos los árboles de la granja?, —señala por su lado Iris, la coqueta borreguita que baló desde que fue parida y que hasta la fecha no se ha callado, manifestando siempre su punto de vista—. No nos ha presumido Sultán que tiene el mejor equipo de seguridad de toda la comarca, lo que le permitió detener en tiempo récord a los chacales que mataron a un canino hace un par de días. La detención del Güero fue hace una semana y ahora resulta que ningún pajarito le ha piado información.  Qué desatino.

— Ordenaré a Sultán que traiga a los canarios que vieron algo, para que escuchen todos sin falta, nunca les he fallado. En tanto, Enrique Canario les cantará sobre la detención de un pato, afirma que fue el Güero.

— Con su permiso Mayor –pía tímidamente Enrique para continuar con un tono más agudo—. Vi a un pato que tenía mal pintadas las alas del costado de un color anaranjado bajo.  Graznaba con dificultad y difícilmente podía mantenerse en pie, por lo que era conminado a acudir a la cárcel pública. “Cuando se restablezca sale libre, ya que no va en calidad de detenido, no ha cometido ningún delito en la vía pública”, ladró uno de los caninos, que aunque no lo vi ya que me tapaba una rama del árbol, el ladrido me pareció el de un Rottweiler.

— Si lo detuvieron los caninos es por algo, no creo que ese tal Güero sea una santa paloma…son los daños colaterales que hay que pagar para mantener la seguridad en la granja —apunta Premio a sus tres eternos compañeros.

— ¡Mentira!, —grazna con toda la fuerza de su interior la madre pata—. ¡Ese no es mi hijo!…así no se mueve, y si lo fuera, no hay motivo para golpearlo y violarlo

— El plumífero tenía pintados sus costados de amarillo, por eso le decían el Güero, y no de anaranjado como pía Enrique, aquí hay gato encerrado —ulula por su cuenta don Benjamín, siempre con el comentario acertado.

— Lo investigaremos —canta con fuerza Mayor, su tono es un poco molesto—. Ya que se involucra a los caninos encargados de la seguridad del Granero, y no los de la Casa Principal, invito a Triates que mantenga una reunión privada con la mamá del pato, para conocer cuáles son las inquietudes y demandas de ambas partes.

Los animales están inquietos, con gruñidos, zumbidos, maullidos, chillidos, relinchidos, se roban entre si los murmullos lastimosos, temerosos, nerviosos, mientras los Pit bull que cuidan la entrada de la casona enseñan los dientes. Mayor mira con preocupación a Premio y Medallas, quienes le responden con una mirada de apoyo, esto no puede salirse de control. El gallo sabe qué hacer, ya le funcionó año y medio atrás cuando reprimió una protesta de los animales por incrementar el costo de los servicios comunitarios, lanzándoles a los quejosos un paquete con excremento animal y gases de amoniaco de montes más allá de la comarca. En aquella ocasión, comenzó sembrando la duda: ¿Quién y por qué lanzó esa bazofia?, ¿quiénes eran los revoltosos? Cuando los pajaritos cantaron que la bolsa fue lanzada premeditadamente por un Pit bull y que en la manifestación iban animales de todas las edades, entonces Mayor se reunió con los genéticos para afirmarles que fue la única opción posible para mantener la calma social en la granja, para frenar a los revoltosos que buscan alterar la paz. Y nadie salió herido, presumió. Le dio resultado, la historia de la agresión se desvaneció al pasar los ciclos lunares, no influyó en la reciente elección de administradores de los espacios de la granja; la mayoría de los animales no tienen memoria. Con el asunto del Güero, ya comenzó sembrando la duda con el canto de Enrique, ahora es necesario mostrar que fue una medida acertada para mantener la paz en La Esperanza. A sus espaldas, escucha los gruñidos apagados de Sultán, de seguro trae los pajaritos y tras platicar un momento con él, se dirige a la multitud.

— Los canarios continúan cantando ante el equipo de inteligencia de la Granja, cuando terminen les pediré que píen lo que saben ante ustedes; mientras tanto, quiero informarles que han revelado el momento de la captura del Güero por cuatro rottweiler, a las 10 de la mañana en el parque principal, por lo que estos últimos ya fueron detenidos para deslindar responsabilidades.

Los animales gritan eufóricos: “¡Se hace justicia!”, “¡Hurra a las autoridad que detuvieron a los culpables del horrendo crimen!”. Hugo y Paco levantan sus patas delanteras y dan brincos de júbilo; las gallinas cacarean mientras los pollitos pían asustados al ser despertados; las abejas zumban al ritmo de las vueltas que dan en el aire, todos están eufóricos.

— A pesar de todo, se hace justicia —le señala el Premio a Medalla, quien responde con un bramido.

— Los pajaritos también nos han revelado otros hechos que son trascendentales para la investigación —apunta Mayor tratando de callar el alboroto, pero de repente el silencio se apodera del lugar al salir la mamá del pato de su reunión con Triates.

— ¿Cuáles fueron los resultados? —pregunta de golpe José Ratón, del Diario La Esperanza.

— El administrador insiste en que el Güero fue detenido por estar causando una alteración al orden público, ya que estaba presuntamente bajo el efecto de un hongo psicotrópico que crece más allá del lago, en la sección de los Corrales, donde pastan los bovinos. Pero sus declaraciones son contradictorias.

— ¿En qué se contradijo? —chilla el roedor con ese olfato periodístico.

— Confirma que el Güero estuvo detenido, pero jura y perjura que fue por comportamiento agresivo.

— El video que acabamos de ver no se le ve agresivo —bala Iris—. Qué contradicción.

— Triates —continúa la mamá pato—, acompañado de Arnoldo Boxer, su jefe de seguridad, afirma que no le pudieron tomar las huellas a las plantas de sus patas ni realizar el protocolo de ingreso a la cárcel a mí hijo, ya que tenía un comportamiento sumamente agresivo. Incluso, remarcó que fue liberado sin haber declarado, dizque porque no estaba en condiciones de articular o verbalizar. Pero eso sí, jura y perjura que el veterinario de la cárcel verificó y certificó que estaba en estado de intoxicación, no presentaba signos de tortura, ni señales de violación.

— No le pudieron tomar ni las huellas, pero si le realizaron estudios médicos —susurra Iris—. Qué eficientes.

— Es cierto que le ofrecieron dos y medio millones de granos por callar —lanza la pregunta José acomodándose las gafas.

— Me dijo que quería reparar el daño. Yo lo que quiero es justicia —contesta la aludida.

— ¡Tenemos indicios!, —ladra con fuerza Sultán para atraer la atención de los presentes mientras los Pit bull asienten, como asienten a todo lo que dice—, que el Güero fue detenido pacíficamente por agredir a Pepe Gato, un conductor de carrozas aparcado a un costado del parque principal.

— Siii —maúlla Pepe—. Me tiró una piedra el pato. Me dio en mi cabeza, por encima de mi oreja, tengo la cicatriz, se abrió una herida entre mi oreja y cabeza, casi se lleva mis bigotes.

— ¿De dónde habrá agarrado la piedra?, Triates presume la pavimentación de las calles aledañas al parque principal —cuestiona Iris—. Qué enigma.

— Esperaba a los pasajeros, cuando entró el pato –continúa Pepe—, caminaba tambaleante, por lo que no lo dejé subir a la carroza. Luego regresó con un fragmento de concreto, un pedazo de cemento que con su pico desprendió de la acera, me lo lanzó con su pata e impactó en mi cabeza. Lo reporté a los caninos, yo vi cuando lo detuvieron y se lo llevaron. No interpuse denuncia porque no me dio malestar, ni dolor de cabeza, fue solo un rasguño. Me quité la gasa y la cinta que me pusieron los paramédicos y lo di por terminado.

— Tenemos una prueba, Guillermo Canario vio la agresión —cacarea Mayor—, en este momento está cantando a Javier Lechuza para que juzgue.

— Yo les quiero decir —ladra Arnoldo—, que los Rottweiler acusados de su detención son inocentes, son caninos fundadores en la nueva era de la corporación de seguridad y lograron ascensos por su buen desempeño.

— No juzguemos a esos héroes que mantiene en paz el Granero —mugue Medallas.

Lentamente, de la casa principal sale Javier ladeando su cuerpo de un lado para otro. Todos guardan silencio, los animales lo respetan, después de Orlando Tortuga, es el animal más longevo.

— Después de escuchar a los canarios, aunque no estuvieron todos presentes y hay pequeños vacíos en la historia, puedo asegurar que los Rottweiler son inocentes de la muerte del hoy occiso. Me informaron que entró a la cárcel del Granero cerca de las 10 horas, permaneció todo el tiempo acostado, salió caminando por sus propias patas 24 horas después y se perdió rumbo a la plaza principal.

— ¡Exoneran a los Rottweiler del Granero!, ¡es mi nota de ocho columnas!, —chilla el roedor José.

— La muerte del Güero ya es historia —murmura la coqueta borreguita—. Qué ironía.

— ¡Se hizo justicia a los pobres caninos!, ya sabía que eran inocentes —gruñe Miguel Premio.

— ¿Justicia para quién?, queremos escuchar a todos los canarios, no solo unos, y principalmente a los que vieron cuando salió libre, no será que volvió a ser detenido y ahora por los Pit bull, el Güero denunció que fue detenido y subido a la carroza de la Casa Principal —bala Iris—. Qué injustos.

— Los pajaritos están en juzgados para seguir declarando, recuerden, seguimos siendo la granja más segura, con caninos capacitados —canta Gallo ante la mirada de aprobación del Premio y Medalla y pavoneándose se encamina al interior de la Casa Principal, pero antes de entrar le da una advertencia al oído de Sultán—: Tu dictas e impones la seguridad en La Esperanza, solo controla más a tus caninos, recuerda que en breve me postularé como Mayor del condado, para llevar esta paz y tranquilidad, y tú te vas conmigo.

— Son daños colaterales para garantizar la seguridad —gruñe a lo bajo Sultán.

— Mándale unas flores a la mamá pato para que adorne su ataúd, que no se diga que no hicimos nada —bala a su vez Triates a Arnoldo.

Los animales oriundos de La Esperanza se retiran por grupos, murmurando las cosas pendientes que dejaron en casa, cosas más importantes que la muerte de un forastero raro que solo vino a resquebrajar la paz que se respira, hasta las nubes negras comienzan a pintar el cielo, amenazando con lluvia. Las aves migrantes y las del Gallinero que las ven pasar rumbo al corral, no se atreven a cantar, lo mejor es guardar su pesar, su temor, mientras Cristina Vaca rumia sus pensamientos:

— ¿Qué fue tanto alboroto?, todo para desprestigiar a La Esperanza.

Intuyendo la sentencia, Orlando Tortuga se marchó triste antes de tiempo, pensando que la quimera de la granja más segura marca el presente y el futuro de La Esperanza.


Luis Sierra Martínez. Nacido en la Ciudad de México y residente de Mérida, Yucatán. Escritor independiente, antropólogo de formación y jubilado de periodista. Primer lugar del concurso municipal de Poesía y Cuento Mérida 1998, en la categoría de cuento con la obra Micaela; primer lugar del segundo Premio Estatal de Periodismo, en la modalidad de reportaje con el trabajo La otra cara de Mérida; primer lugar del Premio al Periodismo Heineken 2016 en la modalidad de crónica, con La tumba de Xoclán que está en el olvido.